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hijos

José Antonio M. Moreno, profesor de Psicología y Pedagogía

Caminaba siempre dos pasos por delante, erguido, con zancadas amplias. Nunca tropezaba. Su seguridad me producía un incómodo desconcierto, pues yo pensaba que jamás podría enfrentarme a la vida con semejante invulnerabilidad. Su aplomo para resolver gestiones suscitaba en mí la admiración que todos los niños sentían por sus padres. Estaba allí para que pudiera fijarme en su fuerza, en su destreza, en su autoridad. En su presencia me sentía protegido, querido. También experimentaba temor, empequeñecido por su altura. Él no era perfecto, desde luego. Posiblemente tenía muchas cosas que mejorar, pero me enseñó el gusto por el trabajo bien hecho, la pasión por las tareas dignas, a rechazar la injusticia, y me transmitió un intenso deseo de que acabaran las desigualdades y la pobreza del mundo.

Los padres no han sido bien tratados por los especialistas en psicología familiar. Las madres han acaparado casi la totalidad de sus investigaciones. Han enfatizado, principalmente, la influencia de la figura materna en el desarrollo emocional de los hijos, sobre su desarrollo cognitivo y otras facultades y competencias diversas. Raras veces se han atrevido a subrayar la trascendencia de la intervención del padre en la dinámica de las relaciones familiares. Puede que, en parte al menos, ello se explique porque hablar del padre no es tan políticamente correcto, porque las afirmaciones de apariencia feminista tienen hoy mayor predicamento y son más populistas. Pero no le hacemos un gran favor a la familia si minusvaloramos al hombre y al padre. También es cierto que las mujeres sufrieron, y aún padecen, una discriminación propia de cenicienta en nuestras familias, que lamentablemente los hombres se desentienden de sus obligaciones paternales y nunca resaltaremos demasiado el alcance de la figura materna en el desarrollo de los hijos. No obstante, en un momento en que la sociedad en su conjunto echa en falta una estructura familiar equilibrada que sea preventiva de patologías sociales, la participación del padre en la educación de los hijos está recobrando su auténtico valor.

Múltiples factores han convertido al padre en una figura de segundo orden. En general hemos minimizado todo lo masculino y paterno por un afán desmedido de compensar la histórica discriminación de lo femenino. En este movimiento pendular, el hombre ha quedado relegado a un papel secundario, y se halla perdido, descolocado en lo que ha entendido como su función principal en la sociedad y en la familia. Lo que se puede interpretar como una reacción lógica a una situación alejada de sentido nos ha abocado a un callejón sin salida. Hasta ayer nos impelía la necesidad de conseguir los mismos derechos para la mujer y la madre. Pero no sabíamos tampoco lo que queríamos. Reaccionábamos contra la discriminación, luchábamos por la igualdad. Sabíamos que no manteníamos una institución familiar equilibrada ni justa. Conocíamos nuestro punto de partida, pero ignorábamos hacia dónde nos dirigíamos. Así y ahora, el hombre, el padre, anda a tientas explorando un terreno que le parece algo extraño. La inseminación artificial lo sustituye. No tenemos ningún problema en suprimir al padre de la estructura familiar, pues con sólo un espermatozoide suyo se cumple perfectamente su cometido en la reproducción. No se le pide nada más. Pero reemplazar al padre o ignorarlo transforma a toda la familia.

De la misma forma en que abogamos por la igualdad en la pareja, debemos insistir en la presencia del padre en la vida familiar y en las decisiones educativas que afectan a los hijos. A veces falta el padre en la familia, y podemos entenderlo. En ocasiones es inevitable. La única razón que no debemos admitir es la de la indiferencia o el desinterés. Porque los padres de nuestro siglo no comparten mucho tiempo con sus hijos. “Jugar con el niño” se ha convertido sólo en un reclamo publicitario para que comprometas tu dinero en un décimo del primer sorteo de lotería del año. Ya no consiste en el ejercicio de una responsabilidad. ¿Por qué no comprarle tú mismo las zapatillas que necesita? ¿Por qué no asistir tú (en lugar de su madre) a la entrevista que su tutora reclama? Ayúdale en la ducha, prepara su mochila, arréglale su habitación, repasa con él o ella su examen de mañana, hazle el bocadillo que le gusta, dale un consejo, acompáñalo al partido, comparte un juego, cuéntale un cuento, mirad juntos una película, escúchalo atentamente sin darle un sermón, ora con él…

Ahora comenzamos a redescubrir el auténtico rol del padre. Resulta fundamental, tanto para el correcto desarrollo de los niños como para su futura vida adulta. A veces, los padres tienden a desestimar su importancia y su implicación en la educación de sus hijos, pero los resultados son nefastos. Todos los que trabajamos con adolescentes lo comprobamos diariamente. El padre es el puente entre el niño y la sociedad y su función en la formación del niño es crucial. Se trata de un referente básico en su comprensión actual y futura del mundo en el que vive.

Los niños que, desde el nacimiento, crecen con una amplia influencia de sus padres en su educación tienen ventajas indudables y admitidas por todos: identidades más definidas, mayor capacidad de tener y conservar lazos significativos, enriquecimiento en el desarrollo de su autonomía personal. Está comprobado que las personas que mejor se desarrollan como adultos, son aquellas que mayor contacto tuvieron con sus padres.

Hijos e hijas necesitan de la influencia de sus padres para sentirse seguros en un mundo de condición diversa. El género masculino, en la persona de su progenitor, puede otorgarles una seguridad que no tendrían en su ausencia. Igualmente, tanto en los chicos como en las chicas, es fundamental la presencia del padre con un rol activo en el hogar, particularmente cuando exploran su propia identidad, ya que el padre es el único que puede compensar el cuadro previamente dominado por la madre. En sus años de adolescencia, cuando deben enfrentarse a la independencia y la responsabilidad, necesitan también modelos masculinos para fijar sus comportamientos y clarificar sus límites, valores que les durarán hasta su edad adulta.

Si eres padre, cuando tus hijos sean adultos reinventarán, seguramente, todos tus modos de hacer, habrán aprendido tus palabras y tus gestos, intentarán descubrir el mundo con tus nietos justamente como tú lo hiciste, haciendo castillos de arena en la playa y llevándoles el agua en el cubo.

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