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José Antonio M. Moreno, profesor de Psicología y Pedagogía

Desde que somos capaces de realizar un mínimo ejercicio de síntesis de experiencias, esbozamos una teoría del desarrollo humano. Lo hemos hecho siempre en cualquier parte de nuestro mundo. El transcurso de la vida nos permite percibir acontecimientos y fenómenos de formas muy diversas y, a menudo, contradictorias.

Durante siglos los niños fueron considerados como adultos en pequeño, pero más frágiles y menos inteligentes. En la Edad Media, a los siete años ya tenían responsabilidades de adulto al convertirse en aprendices de artesanos o comerciantes. Y, desde luego, aún no se habían creado las grandes firmas de moda infantil, sino que eran vestidos como unos adultos más, con tallas reducidas.

Con los movimientos religiosos y culturales del siglo XVII y XVIII, la infancia comenzó a ser entendida como una etapa con entidad propia. También se concedió un papel importante a su educación.

A finales del siglo XIX los movimientos de reivindicación de los trabajadores consiguieron liberar a los niños de los trabajos pesados. Y junto con los intereses empresariales, la infancia comenzó a tener un estatus especial, la enseñanza elemental se generalizó y fue adquiriendo carácter obligatorio.

El siglo XX supuso el afianzamiento definitivo de la infancia como período claramente diferenciado e, igualmente y sobre todo, la adolescencia. Las nuevas necesidades del mercado laboral en general contribuyeron, en gran medida, al surgimiento de la adolescencia. El acceso al estatus adulto se vio retrasado paulatinamente. Y hoy, la adolescencia se explica más en términos de carácter social y cultural que como un espacio psicológico en el desarrollo.

La psicología evolutiva como disciplina se remonta hasta el filósofo inglés John Locke, en el siglo XVII, para indicar que un niño era, al nacer, como una tabula rasa, una página en blanco donde la experiencia adquirida en su entorno y la estimulación recibida determinarían sus características psicológicas. Así fue como surgió el modelo mecanicista del desarrollo humano que ha sido apoyado posteriormente por los psicólogos conductistas.

Otros, sin embargo, partieron de ideas contrapuestas. Para Kant, por ejemplo, en el ser humano existen categorías o características innatas que no se explican en función de sus relaciones con el medio, sino por estar diseñadas o fijadas ya en su nacimiento.

No podemos hacer un análisis pormenorizado del desarrollo humano, pero sí indicar que los elementos básicos utilizados, en este estudio, son la herencia y el ambiente. La polémica sobre las influencias reales de cada uno de estos factores en la configuración del desarrollo nos ha conducido hasta nuestros días. Por una parte, se afirma que son los caracteres genéticos los que condicionan el desarrollo de nuestras capacidades. Por otro lado, son la relación con nuestro entorno y la riqueza de su estimulación las que condicionan el proceso vital de cada individuo. No ha resultado tampoco muy fructífera la discusión sobre qué porcentajes hay que atribuir a cada uno de estos elementos.

Actualmente, se acepta una clara influencia de la herencia y el ambiente en el comportamiento. El problema consiste en determinar cómo se relacionan y no cuál es la más determinante. Entendemos hoy, de acuerdo con Vigotski, que el desarrollo psicológico es el resultado de las relaciones que se establecen. Inicialmente, la página no es tan blanca como Locke creía. Existe, por otra parte, un calendario madurativo que impone limitaciones y crea posibilidades.

La personalidad de un niño es una intrincada red de influencias e iniciativas, Los factores son múltiples y las relaciones complejas. El ser humano tiene la iniciativa, modifica el entorno pero, al mismo tiempo, lo transforma. La globalización que sufrimos hoy en día hace que nuestro medio social no sea tan sólo la familia, el barrio, el pueblo, etc. La sociedad se extiende, igualmente, a través de otros recursos y medios de comunicación. Así pues, únicamente podemos acercarnos a la realidad del hombre en general, y a la de un niño en particular, entendiéndola con todo su carácter sistémico. No existen solo causas y efectos. Las relaciones que implican en un sentido y en otro resultan ser una estructura imposible de manipular.

Por esa razón, cuando nos dicen que nuestros niños y jóvenes son los peores estudiantes del mundo -recordemos el último Informe Pisa- o que la culpa de todo la tiene la escuela, la telebasura, la falta de colaboración de los padres, etc. estamos usando lentes de corto alcance. Simplificamos los problemas y zanjamos debates con respuestas parciales. Algunos decimos a menudo que la mejor forma de acabar con el diálogo y el deseo de aprender es llegando a conclusiones y dando unas solución clara. A veces, los debates no tienen por qué finalizar. Tenemos ejemplos en la ciencia. Lo que un día fue una verdad incontrovertible, tuvo que modificarse, posteriormente, ante la evidencia o el descubrimiento de una nueva perspectiva.

Pretendemos y deseamos una educación eficaz. Resulta imprescindible, para ello, la movilización de toda la sociedad. Nos hacemos eco de un viejo proverbio africano citado por muchos: “para educar a un niño hace falta la tribu entera”.

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