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José Antonio M. Moreno, profesor de Psicología y Pedagogía

“A menudo los hijos se nos parecen” (Serrat)

Nuestras posturas se tambalean.Nos cuesta decidirnos entre la prohibición y el consentimiento. Tememos provocar traumas o tristezas innecesarias en nuestros hijos si les negamos lo que piden. Pero nos preocupa que nuestra permisividad les empuje a situaciones y comportamientos comprometidos. En esta disyuntiva, como en muchas otras, conviene tener clara la finalidad de nuestros esfuerzos educativos

Las generaciones jóvenes introducen cambios en los usos y costumbres de la sociedad de los adultos. En general, vulneran los patrones tradicionales de conducta de sus propios padres, al menos en parte. Hablan, se visten y se comportan de acuerdo a modas y modelos que transgreden normas y aspectos que a los adultos nos resultan razonables. Normalmente, también nos preocupan y provocan nuestro rechazo (como hicimos nosotros, seguramente, de adolescentes). Al parecer, siempre ha sido así, pues ya en el siglo I d.C., Séneca nos advertía “Los jóvenes de hoy aman el lujo, tienen manías, desprecian la autoridad, responden a sus padres y tiranizan a sus maestros”. Pero, por otra parte, heredan de nosotros algunos esquemas de pensamiento mediante los cuales analizarán de forma parecida el mundo que compartimos, e igualmente nuestros prejuicios, nuestros temores, nuestras miserias… Un somero rastreo a nuestras ideas y opiniones sobre la tarea educativa nos servirá para esclarecer los deslices que, a veces, cometemos por descuido o ignorancia y cómo estos se traducen en errores, incongruencias e instrucciones que en realidad no deseábamos dar a nuestros hijos.

El término educación procede del latín educare, es decir, conducir, guiar, orientar. Emparentado con él se encuentra educere, cuyo significado puede resultar algo más sorprendente: sacar una cosa de otra, hacer salir, extraer. Esta distinción ha permitido, desde la más antigua tradición, la coexistencia de dos modelos conceptuales básicos: el directivo o de intervención y el modelo de desarrollo. Nuestra forma personal de acercarnos a la educación de nuestros hijos queda marcada, en mayor o en menor medida, por uno de estos dos modelos esenciales. En última instancia, nuestro concepto de educación dependerá de la idea básica que tengamos de los seres humanos y de la sociedad. Esta representación mental organizará el enfoque que demos a nuestra tarea como padres.

En todas las épocas y culturas, la tarea educativa de los padres ha sido entendida, principalmente, como el esfuerzo para lograr que sus hijos fueran buenas personas, bien integradas en su comunidad, ciudadanos de conducta ejemplar. Asumida de esta forma, la educación se define como enseñar, adiestrar, conformar, corregir, preparar, dirigir, disciplinar… Si suponemos que el ser humano se halla en peligro o se equivoca cuando se atreve a discrepar, a cuestionar las ideas corrientes o a modificar tópicos, estaremos cerca del modelo intervencionista, e intentaremos amonestar, instruir, disciplinar, reconducir, etc. En ocasiones, no obstante, algunos padres con un sentido más fino de la importancia de la transmisión de valores y la trascendencia de los modelos o estilos de disciplina, pretenden marcar no únicamente los límites del comportamiento aceptable, sino también una apertura de pensamiento que oriente a sus hijos hacia el análisis de ideas y contextos. No se conformarán con que sus hijos ignoren los medios o mensajes inadecuados, sino que intentarán desarrollar las habilidades necesarias para vivir en un ambiente en el que coexisten opiniones diferentes (a veces contradictorias), y enriquecer su aprendizaje mediante el contacto con diversas expresiones de la cultura. Si admitimos que la diversidad supone un reto para observar, examinar y comprender el pensamiento alternativo, un desafío para nuestra inteligencia y nuestra necesidad de convivir, estamos situándonos en un modelo de desarrollo, no intervencionista.

Existe un verdadero catálogo de modelos y estilos educativos, conservadores y progresistas. Estos han existido siempre en grupos sociales de la más amplia variedad. En este sentido, resulta evidente que la mayor parte de las familias que mantienen creencias religiosas definidas se han caracterizado por mantener arquetipos educativos muy autoritarios y dirigistas. Imbuidos por un discutible fervor paternal, delimitan las conductas de sus hijos en exceso, sus criterios de disciplina son más bien estrechos, y su empeño se traduce mayormente en prohibir, modificar y dirigir. Intentan evitar las influencias que se les antojan dañinas para la educación de sus hijos, pretenden protegerlos de factores que consideran negativos. Para algunos, el mundo llega a ser un lugar inhóspito, casi perverso, repleto de poderes que presionan y manipulan las mentes inocentes de niños y jóvenes. Miran de reojo a los que no piensan como ellos, con suspicacia exclusivista, con los escrúpulos de quienes temen ser contagiados por ideas impuras. Otros, sin embargo, con pautas menos dirigistas, con márgenes más amplios de permisividad, se preocupan más de estimular la autonomía e independencia de sus hijos, permitiendo su acceso a medios, recursos y criterios diversos.

Nosotros que nos tenemos por creyentes cristianos: ¿Cómo conviene enseñar a nuestros hijos? ¿Qué resulta adecuado intentar transmitir? ¿Optamos por una educación de influencia clara, nítida, con límites precisos, para conducirlos por el camino que consideramos inequívoco? ¿O les damos pautas y herramientas para potenciar su autonomía y para que aprendan a valorar críticamente todo aquello que el mundo vaya ofreciéndoles a lo largo de su experiencia vital? La opción por uno u otro modelo puede provocar numerosos conflictos a la hora de resolver los dilemas que, con seguridad, nos plantearán nuestros hijos a lo largo de los años.

Entender la educación como un factor de protección ante los peligros “del mundo” es natural. Es evidente que existen influencias y presiones sociales que hay que combatir. Hemos creado comunidades que no son homogéneas, nuestras creencias difieren entre sí, y a veces tanto que padres y maestros sienten que educan contra corriente y que sus esfuerzos educativos son anulados por el entorno cultural. El apoyo o consentimiento social que se da a determinados valores resulta intolerable. La gran diversidad de principios que coexisten en la sociedad es responsable de buena parte de los problemas que experimentan niños y jóvenes. Este abanico de posibilidades propicia una confusión entre lo correcto o justo y lo inconveniente o inaceptable. Vivir en un mundo como el nuestro supone, a veces, enfrentarse a costumbres y valores contrarios a la dignidad humana. Es paradójico, pero en nuestra sociedad conviven intereses contrapuestos y algunas personas e influencias, movidas por tendencias corruptas, llegan a malograr muchas inteligencias que prometían. Por eso, se han de vigilar de cerca los influjos que presionan a nuestros hijos.

Puede resultar duro, pero veámoslo, sin embargo, de otra forma. Puntos de vista diferentes, enfoques contrarios a los nuestros son el estímulo único e imprescindible para asegurar un carácter equilibrado y maduro. Los hombres y mujeres de ciencia lo saben muy bien. Únicamente ante circunstancias adversas, alternativas, obstáculos o problemas que han de superarse, es posible un nuevo conocimiento. También es la fórmula adecuada para asegurarnos sólidamente en los principios que defendemos. La solución no está en prohibir, dirigir y condicionar irreflexivamente las ideas de nuestros niños y jóvenes…Si ponemos límites demasiado estrictos a su afán investigador, reducimos sus posibilidades de progreso y madurez personal. La educación que ofrecemos condiciona de manera inexorable el grado de libertad con el que los jóvenes serán capaces de vivir. El ser humano debe ser preparado para tener criterio propio, mirar con sentido crítico la realidad que le rodea y tener una mínima capacidad de elección sobre si lo que le está ocurriendo es bueno o malo para su desarrollo integral. Un estilo educativo caracterizado por la sospecha de que todo lo que no nos resulta familiar es pernicioso transformará a nuestros hijos en personas de mente estrecha y los encerrará en su urna de cristal, atenazados por el mismo miedo al mundo exterior que muchos hemos desarrollado. Estar ocupados excesivamente en evitar que vean todo lo que nos parece inadecuado, prohibirles que lean libros, a nuestro juicio nocivos, sin orientar el sentido crítico con el que deben acercarse a cualquier hecho, los extraviará en su camino y les facilitará una interpretación forzada o errónea en su anhelo de saber.

Es posible que muchos de nosotros hayamos sido vigilantes implacables y estrictos censores
con las películas de animación, las lecturas de moda y otros usos del momento. Por supuesto que resulta recomendable que, en sus primeros años, los niños no tengan acceso a ciertas imágenes o presencien hechos que difícilmente podrían entender. A lo largo de su desarrollo psicológico, cada una de las etapas del niño tiene unas características determinadas, y sus capacidades cognitivas, emocionales o espirituales se incrementan de manera progresiva. Así pues, es inútil, y en ocasiones contraproducente, forzar a los niños a enfrentar situaciones para las que no tienen los recursos formativos necesarios. Es lamentable comprobar el tiempo que muchos pequeños dedican a los juegos de videoconsola que fomentan la agresividad, a presenciar escenas violentas y escabrosas de películas, a mirar múltiples artículos publicitarios (que se hacen llamar juguetes infantiles), a admirar personajes que se enriquecen sin esfuerzo o a costa de otros, etc. sin que ningún adulto dedique el menor esfuerzo para ayudarles a conferir un sentido adecuado de dichos mensajes. Como resultado se obtendrá, inevitablemente, una ignorancia o deformación de los significados. Si es cierto esto que señalamos, no lo es menos que otros padres se obstinan en evitarles el contacto con los supuestos efectos perniciosos de juguetes, películas y lecturas, pero tampoco están dispuestos a facilitarles el desarrollo de un análisis crítico y personal. ¿Nos sentamos con ellos a ver la publicidad de televisión y les ayudamos para que comprendan los intereses comerciales que se esconden tras ella? ¿Nos preocupamos tan sólo de que los límites queden claros o les ayudamos a que sepan entender el mundo en que viven, a resolver sus dilemas y a dar su propia respuesta a los enigmas que encuentran en él? Seamos claros. Resulta estéril intentar poner puertas al campo. Tarde o temprano, nuestros hijos se las verán con los mismos delicados asuntos con que crecimos nosotros. Ningún intento de despistarlos o impedir que los afronten por sí mismos les evitará las lógicas dudas que, por otra parte, son la condición de una mayor madurez en su desarrollo.

Si intentamos ocultar nuestras dudas e ignorar otras explicaciones a nuestras preguntas, estaremos transmitiendo un infundado temor a conocimientos nuevos, una preferencia por las soluciones fáciles y la comodidad de las respuestas superficiales y vacías. Los deseos de aprender quedarán truncados y las mentes de nuestros hijos serán un terreno yermo donde tan solo encontraremos reproducidos los rancios modos de enfrentarse a todo aquello que parece suponer una amenaza de sus ideas. De esta forma cargarán a sus espaldas aquellos mismos miedos y recelos que suscitaba en nosotros lo que no entendíamos. Frente a este enfoque restrictivo, podemos apostar por una enseñanza no fundamentalista ni escéptica, que les enseñe a valorar, a criticar, a pensar, a estar dispuesto a cambiar de idea, a inventar soluciones nuevas, a dialogar… La educación del sentido crítico implica evitar visiones parciales o simplificaciones (los juicios no se dirimen entre el sí-no o el todo-nada). El análisis de los problemas y de las situaciones exige verlos en sus diferentes contextos, pues pocas cosas pueden afirmarse de manera absoluta. Es necesario, asimismo, valorar las fuentes de información y asegurarnos del sentido que tienen las afirmaciones que se dan en cada una de ellas. Se puede enseñar a mirar, a escuchar y a leer, no sólo a descifrar las imágenes, los sonidos o las grafías, sino también a orientar en sus diferentes tipos, a comprender, a comparar… Relacionarnos con los demás supone no únicamente decir, sino también escuchar, dialogar, aprender de los argumentos de otros.

No es sencillo optar por una educación como esta, pero sus resultados compensan el esfuerzo. Nos obliga a no ser tan restrictivos en lo que permitimos a nuestros hijos, pero nos otorga la oportunidad de proporcionarles un recurso de validez permanente.

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