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Frente a mí estaba Sara. Avergonzada, sin apenas levantar la cabeza, intentaba controlar su enfado. Entre las preguntas que yo intercambiaba con ella estaban las que ella misma se hacía en su interior: “¿Qué hago yo aquí? No quiero que nadie se entere. Me siento bien cuando lo hago; es como si todas mis penas se me olvidaran. ¿Por qué le tengo que contar mi problema a alguien que no conozco? ¿Por qué tengo que hablar de cosas que no quiero arreglar?”.

Todos estos pensamientos estaban en la mente de Sara el día en que nos presentaron. Sara formaba parte de las estadísticas que intentan acercarnos a la epidemia que sufren muchos adolescentes. Ésta ha ido incrementándose con los años y la razón por la cual voy a exponer el caso de Sara es el deseo de que nos haga reflexionar seria y profundamente sobre nuestro marco familiar y social. En los países industrializados, el 10% de los adolescentes la padece. Es la tercera enfermedad más frecuente entre los adolescentes después del asma y de la obesidad. El récord lo ostenta EE UU con 8 millones de personas, pero le siguen muy de cerca Inglaterra y el resto de Europa Occidental.

Sara se enfrentaba a la adolescencia en una sociedad en que el ideal adoptado era y sigue siendo el cuerpo esbelto, atlético, bien proporcionado… En un entorno ajeno a estas características, con el nuevo reto de dejar de ser niña para ser mujer, con importantes cambios físicos y emocionales, y en medio de un ambiente familiar inestable, el reajuste se complicaba. Había excesiva presión para una adolescente que apenas había dejado su niñez y surgieron las decepciones, las iras y los miedos. Sara lo expresaba así: “Tengo miedo, miedo de algo que está en mi interior. No sé qué es pero estoy cambiando y a la vez sufriendo. Es un miedo que no sé cómo explicar, es muy extraño….”

La sociedad en la que vivimos está influenciada por los medios de comunicación que gastan millones en anuncios de cosmética, en moda, en modelos, revistas y estrellas de cine a través de los cuales se difunde un lenguaje no verbal que transmite un único mensaje: “Debemos aspirar a tener cuerpos diez para obtener la felicidad y el éxito”. Es obvio el rechazo hacia la imagen obesa y no es extraño que el adolescente genere un mecanismo que le ayude a salir de semejante bombardeo. En la adolescencia son pocos los que encajan en este perfil impuesto por la sociedad, y, en consecuencia, se encuentran en un terreno adecuado para que se manifieste la epidemia, tanto en el sexo masculino como en el femenino (del 5 al 20% son hombres).

Sara no sólo buscaba una salida a sus problemas físicos: “No me gustan mis piernas, si pudiera me las quitaría y me pondría otras”; sino también a los emocionales: “Mi hermana me odia y yo siempre he querido ser como ella… Mi madre trabaja mucho y pasa de mí. Me gustaría que me dijese ´no´ alguna vez o que me castigase, al menos sentiría que le importo…Y a mi padre apenas lo veo porque se separaron cuando era pequeña”…Y Sara encontró la solución a sus problemas, o al menos así lo creyó ella por un tiempo. A sus 16 años, su cuerpo fue el campo de batalla para enfrentarse a sus emociones. ¿Cómo? Con la comida.

Sara no dejó de comer porque algo en su interior la obligara o empujara a adelgazar más y más, independientemente de su peso real. No era anoréxica. Sara sufría otro tipo de trastorno de la ingesta: consistía en atracarse de comida, atiborrarse y luego provocarse el vómito. Sara era bulímica. Otras amigas suyas, como Natalia, también lo eran. Natalia tenía un cuerpo voluminoso e intentaba ocultarlo con camisetas anchas, con pantalones de cintura elástica, con tanta tela como fuera posible, para no dejar al descubierto sus piernas gordas, sus caderas anchas y su barriga. Natalia hacía continuas dietas hasta que perdía el control y se daba el atracón, y luego se atiborraba de laxantes y diuréticos para no aumentar de peso. A la vez, hacía mucho deporte con el fin de quemar el exceso de calorías. A Natalia no le gustaba su cuerpo, tenía miedo a la gordura que tanto rechaza la sociedad, tenía miedo al ridículo, a las risas. Sara y Natalia eran amigas. Las unía, además de una amistad, un mismo secreto, aunque diferían en la naturaleza de su trastorno. Mientras Natalia era una bulímica obesa cuyo tamaño reflejaba su lucha con la comida, Sara era una bulímica con un aspecto normal, que trataba de satisfacer una necesidad frustrada de amor materno originada por las carencias afectivas durante su infancia. Mientras ellas exploraban la bulimia, otras exploraban la adolescencia.

Las bulímicas son muy hábiles para ocultar su conducta. Sara comenzó vomitando varias veces a la semana. Cada vez que lo hacía se metía en el cuarto de baño, ponía la música y se provocaba el vómito con los dedos o con el cepillo de dientes; aunque nunca llegó a ser una profesional del vómito, de aquellas que pueden provocárselo con un vaso de agua. Con el tiempo, los vómitos se repetían con más frecuencia y comenzaron a manifestarse los primeros problemas físicos: callos en los dedos por el contacto con los dientes o con el ácido clorhídrico que llega hasta ellos desde el estómago. Este ácido es corrosivo cuando se encuentra fuera de su entorno natural. En ocasiones, tenía dificultad para tragar y su tubo digestivo estaba alterándose. Sara aparentemente comía bien, hacía ejercicio como cualquier otra adolescente y mantenía su peso…pero Sara vomitaba. No sólo lo llegó a hacer en su casa, también en casa de sus abuelos, cuando se iba de cena con las amigas, o cuando salía a pasear con su perro al campo. Ahora su vida giraba en torno a qué comer, dónde y cómo vomitar, cuánto tiempo le costaría, si incluiría algún ejercicio, e incluso llegó a confesar que “había pensado en utilizar laxantes”.

Las comidas de atracón preferidas por las bulímicas son las comidas rápidas: golosinas, helados, batidos, caramelos, dulces, pizzas, patatas fritas, hamburguesas…, aquello que se puede ingerir en grandes cantidades en un breve lapso de tiempo. Sara se atracaba especialmente de golosinas y bollería para aliviar sus problemas emocionales. Utilizaba el alimento para sofocar sus sentimientos de ira, decepción, incapacidad, desilusión, etc… “Me siento triste y sola, sola en este gran universo de sentimientos malos que son mi única compañía”. No es extraño que ante un conflicto interior semejante se sufran al mismo tiempo perturbaciones anímicas como la ansiedad o depresión (aunque no siempre). Junto a las sustancias que pueden usar para mantenerse delgadas también se puede abusar de sustancias químicas que alteran el estado de ánimo como: sedantes, anfetaminas, cocaína, alcohol o narcóticos. Sara lo vivió así: “La muerte está siempre presente en mi vida, coger una cuchilla y pasearla suavemente por mis venas cada vez más fuerte hasta sentir dolor….También he probado en la bañera poniéndome debajo del agua hasta quedarme sin respiración… E incluso en la terraza: primero saco un pie, luego el otro, y luego una parte del cuerpo hasta un punto del que no paso, porque realmente quiero vivir, no morir. Sólo quiero escapar de mis sentimientos…Finalmente lo intento con el alcohol y con las pastillas. Es algo que resulta tan fácil como comprar chicles en un quiosco”.

Llevó tiempo hacerle comprender a Sara su situación. En nuestras conversaciones hacía referencia al miedo que había en su interior: “Tengo miedo de algo, algo que está en mi interior y no sé qué es…no sé si es de mi pasado o de mi presente, no sé qué es pero tengo miedo…me está matando…” Hasta que un día decidió enfrentarse realmente a la situación. Empezó a razonar que la comida no era un calmante para sus sentimientos, ni tampoco una ayuda para adormecer sus miedos, porque comer y provocarse el vómito no alejaba de ella sus sentimientos ni sus miedos. Sara necesitaba sentarse tranquilamente con sus sentimientos y mantener un diálogo abierto con ellos. Y lo hizo. Fueron muchas conversaciones, sucedieron experiencias dolorosas, y algunas recaídas quedaron en el camino, pero Sara se fortalecía e iba venciendo esa lucha emocional que había dentro de ella: “¡Puff! ¡Malas noticias! Hace ya días que pienso en vomitar. Lo pienso a menudo, pero no he llegado a hacerlo… Casi, pero ¡nooo! Me retuve. ¡Bien!….¡Bien!”. Sara experimentaba cómo podía enfrentarse a un problema sin utilizar la comida, como otros jóvenes. Lamentablemente, en el entorno familiar no siempre se entiende la dimensión del problema. Creen que el problema está en la comida y no en las emociones, y que se puede solucionar cambiando a la fuerza los patrones de alimentación, en lugar de ayudar a cambiar los patrones de conducta, sentimientos y pensamientos. Si no se resuelven las causas ocultas, no se llega a comer con moderación.

Sara y Natalia dejaron de dar vueltas alrededor de ideales y frustraciones para encontrarse cara a cara con personas inteligentes, creativas, productivas y únicas: se encontraron con ellas mismas. Hoy, Sara nos ha abierto su corazón para que su experiencia sirva de aliento a cualquier adolescente que esté sufriendo esta epidemia en silencio.

Pilar Zamorano Bonet, Psicóloga

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