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Todo cuanto nos sucede provoca una reacción en nosotros. A diario se nos imprimen multitud de huellas de otros tantos acontecimientos. Como somos distintos, cada cual asignará a sus experiencias unos valores determinados y una importancia relativa. La forma de reaccionar ante los problemas y obstáculos desarrolla en nosotros, al mismo tiempo, una capacidad para sobreponernos. No es que vayamos a convertirnos en seres invulnerables ante las dificultades, pero nos serviremos de ellas para transformarlas en revulsivos contra la inercia del conformismo y la resignación, en una solución positiva de la adversidad

El 8 de agosto de 2006, a las seis de la tarde, estaba en Manly (Sydney, Australia) en la Playa de los surfistas y las acrobacias de estos atletas me dieron una lección de pedagogía. El surfista aprende a cabalgar sobre las mismas olas que hunden, arrastran y ahogan a otros; aprende a dominarlas, a triunfar sobre su fuerza de arrastre con su inteligencia y destreza.

Los psicólogos contemporáneos llaman resiliencia a la capacidad de superar con éxito las pruebas, de sobreponerse a las dificultades y de saber llevar las desgracias. La resiliencia es la facultad de salir adelante, a pesar de los golpes de la vida. No tiene nada que ver con la invulnerabilidad, la indiferencia o la pasividad. Es la capacidad que permite al “patito feo” aguantar el rechazo… hasta alcanzar la madurez suficiente para descubrir que es un ser magnífico, a pesar de lo que digan los demás, y a pesar de ser diferente.

José, Ester, Rut, Daniel y sus compañeros son ejemplos bíblicos de resiliencia. Las dificultades e injusticias de la vida no impidieron a esos jóvenes magníficos vivir vidas realizadas y útiles. Gracias a la dirección divina, sin duda; pero también gracias a su resiliencia.

La resiliencia se aprende y se “enseña” por dos vías complementarias: desarrollando los recursos internos del niño y cultivando a su alrededor un clima que le permita luchar contra los prejuicios y contrarrestar el entorno negativo al que tiene que enfrentarse.

Sin embargo, educar para la resiliencia no es fácil. Es un trabajo de artista, que se parece al del pintor que, interesado o sensibilizado por algunos aspectos de la realidad, los reproduce en su lienzo dándoles mayor relevancia y minimizando o suprimiendo otros. Su representación de la realidad es una interpretación personal en la que todo es verdad y, sin embargo, algo decisivo ha sido transformado por la inspiración y la creatividad del artista.

1. Mecanismos de defensa

El objetivo de la educación para la resiliencia es alejar del niño los efectos perniciosos de un pasado negativo, transformar el recuerdo y convertir el dolor en algo glorioso o banal, con el fin de convertir el conflicto en progreso y victoria. Este proceso se hace en parte de modo espontáneo y natural mediante los mecanismos de defensa. Pero, como todos estos mecanismos no son igualmente útiles, el educador debe cultivar o desarraigar los que convenga.

Los principales mecanismos de defensa con los que hay que trabajar son los siguientes:

1. Negación: (“No te preocupes. Esos insultos no te afectan. Por un oído te entran y por el otro te salen.”)
2. Olvido: (“No me lo recuerdes. Ni me acuerdo ni quiero acordarme.”)
3. Huida hacia adelante: (“Sí, estoy flaca, pero aún me encuentro gorda para mi gusto.”)
4. Evasión: (“En cuanto llega se pone delante de la TV y no se deja ni los anuncios”)
5. Creatividad: (“Se desahoga tocando la guitarra, dibujando”, etc.)

Unos mecanismos actúan como anestesias, otros como revulsivos. Nuestra intervención consiste en fomentar los mecanismos curativos, los que pueden constituir una verdadera terapia, y relativizar los otros.

2. Valor positivo de la adversidad

Nuestra labor educativa a favor de la resiliencia pasa, en primer lugar, por convencer al niño de que la adversidad, las dificultades, no son solo negativas. Las circunstancias desfavorables no son únicamente una fatalidad, sino que pueden contribuir al desarrollo, como las inclemencias del tiempo ayudan a los cereales a crecer o la dureza de la tierra permite a los árboles hacerse sólidos. O como el entrenamiento prepara a los atletas para superar los obstáculos. Los músculos no se desarrollan sin esfuerzo; al ejercitarlos duelen, pero crecen.

Es importante que el niño comprenda que el ser humano no está condicionado negativamente por sus circunstancias adversas. Nuestro carácter es infinitamente mejorable, pero sólo las pruebas lo hacen superarse. Cada obstáculo, cada carencia o traumatismo constituye un desafío, no sólo una desgracia.

En realidad, en su origen, el dolor es una señal de alarma para evitar un mal mayor. La sensibilidad hacia el dolor es un sistema de protección que nos viene “de fábrica”. No hace muchos años se solían reducir las fracturas e incluso operar de las anginas a los niños sin anestesia, alegando que los niños “no sufren”. Y los niños se reponían casi igual que hoy, con muchos menos analgésicos. Actualmente, la responsabilidad del dolor se ha transferido a los expertos: si la enfermera que trata una herida, o el dentista, hace llorar al niño, los padres pueden iniciar un proceso contra el profesional. Hemos progresado mucho en la lucha contra el dolor, y eso está muy bien; pero se ha perdido de vista el valor educativo que aporta una cierta dosis de sufrimiento.

El dolor no tiene sentido en sí mismo; es una señal biológica que pasa o se bloquea. Pero el significado que el niño dé a esa señal depende tanto de su contexto cultural como de su historial. Al atribuirle un sentido al dolor, su vivencia se modifica. Esta atribución de sentido dependerá del entorno. El niño conoce el significado de lo que le ocurre a partir de las reacciones de su entorno. Por esa razón, el sufrimiento moral de los niños puede reducirse considerablemente cuando se lo explica: “Ahora te duele, pero te vas a curar.”

3. El entorno afectivo

El entorno del niño es decisivo en su desarrollo. Como bien sabemos, la historia de un niño no comienza el día de su nacimiento, sino mucho antes, desde su concepción. El feto no constituye la prehistoria, sino el primer capítulo de la historia de cada ser.

Toda privación en el entorno afectivo detiene o frena el progreso de los niños, que necesitan sentirse queridos para desarrollarse. Es evidente que la presencia del otro afecta nuestra conducta a través de los mensajes que nos transmite. En este sentido, la influencia de la relación entre los dos padres determinará, especialmente, el rumbo que va a tomar el niño. No hemos de olvidar que los niños tienen que desarrollarse en medio de sus propios problemas y de los de sus padres.

Para recibir una base de desarrollo positiva, necesitan sentirse plenamente seguros de sus padres. Las respuestas afectivas de los padres a las necesidades del niño provocan una capacidad mayor o menor de hacer frente a los problemas. Estas respuestas suelen seguir uno de estos cuatros estilos:

1) Sereno (tranquilizante): El niño querido se siente más seguro de sí.
2) Esquivo: El niño huidizo no gratifica al adulto.
3) Ambivalente: El niño “ambivalente” lo exaspera.
4) Desconcertante: El niño “bloqueado” lo desanima, agravando así las dificultades relacionales.

A pesar de los efectos nocivos de algunas reacciones paternas, su alcance, afortunadamente, no es definitivo. Cuando el niño se incorpora al contexto escolar y aprende a leer, entran en juego nuevos tutores extra-familiares. La relación con distintos adultos aumentará las posibilidades de resiliencia. Este es, pues, un proceso constantemente posible, a condición de que la persona en desarrollo encuentre un tutor o un proyecto de vida que le dé significado.

4. La influencia de los padres

Desde que Anna Freud, René Spitz y John Bowlby, pusieron en evidencia, durante la segunda guerra mundial, la necesidad de afecto para el desarrollo de los niños, se hubiera podido esperar que, habiendo encontrado la causa y disponiendo del remedio, este tipo de sufrimientos por carencia de afecto desaparecería. Pero ha ocurrido lo contrario. La depresión precoz y las carencias afectivas no sólo no han desaparecido sino que aumentan sin cesar, incluso entre las familias más acomodadas.

Las causas de la menor resiliencia de nuestros hijos en el mundo occidental contemporáneo son múltiples.

La primera es que los niños nunca se han encontrado tan solos. En Italia el 8% de los niños menores de 3 años son cuidados por gente ajena a la familia, frente al 40% en USA y el 50% en Francia. La situación es aún peor en China, Rusia y Rumanía, donde los niños son abandonados a su suerte. Entre el 40% y el 80% de los niños abandonados en Rumanía y Argelia en el siglo XX murieron por falta de afecto, cuando la tasa de mortalidad infantil era del 5,5%. La mayoría estaban sanos, pero murieron porque no encontraron ningún tutor de resiliencia. Otros se hicieron delincuentes o psicópatas, es decir, fueron lo suficientemente fuertes para sobrevivir, pero no para socializarse correctamente.

La segunda causa se debe a que muchos niños son educados sin la ayuda del padre. De una sociedad patriarcal, en la que el padre asumía la dirección de la familia, hemos pasado a la presencia de abundantes familias sin padre. Aunque la situación legal ha cambiado y un padre sin ningún lazo afectivo o legal con una mujer, incluso ignorando la existencia del hijo, puede ser obligado por la ley (test de ADN) a transmitirle sus bienes o a pasarle una pensión; la realidad es que el único lazo reconocido es el biológico.

Pero el padre “útil” en la educación no es el padre biológico. El padre real es el que cuida, juega, sostiene, riñe y enseña. Su presencia y apoyo tienen un efecto de “rampa de lanzamiento hacia la resiliencia”. Actúa como “entrenador” y “trampolín”, participando en la resiliencia del hijo mucho más de lo que se podría pensar, tanto por su relación con la madre como en su trato directo con el niño. Con sus juegos bruscos, obligándole a ejercitarse, enseñándole a nadar, a ir en bicicleta, a conducir… En fin, jugando con él y haciéndole reír, el padre prepara al niño para afrontar el riesgo. Si la madre enseña la relación, el padre enseña la autonomía.

Sin embargo, algunas madres están minimizando cada vez más el rol del padre. “Tener un hijo para mí sola” es una idea egoísta e injusta de cara al niño, pero que se da con creciente frecuencia. En nuestra cultura se está vaciando la función de padre de todo su significado. Si el padre biológico puede ser sustituido por otro hombre o por una jeringa de inseminación, el padre “real” no puede ser sustituido más que por otro hombre o tutor. Por el bien y el equilibrio del niño, debería revalorizarse más la figura del padre en vez de minimizarla.

5. El optimismo, factor de resiliencia

Uno de los factores de resiliencia más preciosos es el optimismo, el enfoque positivo de la vida y, por consiguiente, el humor. El humor es la capacidad de transformar el sufrimiento en sonrisa; es liberador porque sublima la realidad dolorosa y nos capacita para encarar las circunstancias traumatizantes con perspectiva, e incluso con cierto “placer”. La capacidad de sonreír del sufrimiento propio es un signo de gran madurez y de resiliencia. Y la incapacidad de reírse de sí mismo… es signo de lo contrario. Esta forma de humor es un mecanismo de defensa que permite al niño decirnos: “No quiero dañaros con mis penas, quiero que riáis. Al haceros sonreír, estoy marcando distancias con mi sufrimiento y estoy transformando mi destino en historia. Es decir, al burlarme de mi aspecto cómico o grotesco, pongo una distancia entre lo que pasó y lo que yo quiero vivir a partir de ahora.”

El humor comporta una toma de distancia ante el trauma que permite jugar con el miedo, porque sabe que éste no es más fuerte que el deseo de superarlo. Los bebés con sentido del humor son los que más adelante llegarán a ser los jóvenes más creativos y capaces de superar felizmente los acontecimientos más difíciles.

Pero es evidente que hay momentos en que el humor no es posible; hace falta tiempo para sanar las heridas y para curar los recuerdos. Al humor se llega tras la maduración.

6. Tutores decisivos que cambian el sentido de la desgracia

El más precioso de los factores de resiliencia es el encuentro con alguien que revela otras posibilidades a la situación de desventaja en la que se encuentra el niño. La mirada del adulto es la que bloquea o impulsa el desarrollo del niño, la que lo traumatiza o lo libera.

La reformulación del problema es la clave de la resiliencia. Explicar de otro modo los problemas, explicarlos diferentemente, permite asumirlos de otra manera. Cuando el adulto ayuda al niño a representar su problema recurriendo a la expresión oral, escrita, gráfica o teatral, le está ayudando a liberarse de él, o por lo menos a marcar distancias frente a la desgracia. La naturaleza, la belleza, el arte, permiten a los niños apreciar los valores de la vida todavía a su alcance.

El trauma puede tener diversos resultados según como se perciba:

1. Una desgracia (injusticia) sin explicación y sin salida que destruye a la persona.
2. Una obsesión que le encierra en sí mismo.
3. Una reflexión enriquecedora sobre la vida.

Los accidentes, las guerras, la muerte de los padres, afectan hoy a millones de niños. Unos se encierran en un mutismo idiota para no pensar en nada que evoque el horror pasado. Otros descargan su agresividad sobre otros inocentes expresando así su odio hacia lo ocurrido y su deseo de venganza. El odio al enemigo es también un factor de resiliencia muy fuerte ya que da la cohesión que debería dar el amor. Eso explica que tantos seres humanos amen la guerra. Pero el deseo de venganza no ayuda a la resiliencia sino que agrava la situación en muchos casos. En general, se perdonan mucho mejor las catástrofes naturales que las humanas. Algunos huyen y se evaden con la fantasía (que transforma no la realidad sino su representación) y constituye el recurso interno más eficaz de la resiliencia. Otros, finalmente, superan sus problemas y salen crecidos de la prueba.

Los tutores de resiliencia ayudan a que la metamorfosis ocurra, puesto que, por fortuna, muchas desgracias y errores son reparables y reversibles. Así, el gusano más feo puede llegar a convertirse en mariposa.

El contar su problema los puede hacer dueños de éste o víctimas permanentes según las reacciones de los adultos de su entorno. El tutor les ayuda a expresarse de manera liberadora y los encamina hacia la generosidad, el compromiso social y la creatividad. El deber del educador es ayudar a la víctima a convertirse en “héroe”.

7. El amor (recibido y dado), secreto último de la resiliencia

Las reacciones psicológicas de los niños dependen de la actitud de los adultos que les rodean. Por ejemplo, los niños víctimas de la guerra rodeados de familias serenas no manifiestan ninguna perturbación psíquica. Paradójicamente, los niños de la calle se las arreglan a menudo mejor que con padres histéricos o ansiosos. El poder tóxico y destructor de la desgracia depende sobre todo de la reacción del entorno. Cuando la familia se hunde, el niño que no encuentra ningún apoyo exterior sucumbe también. A veces el apoyo es la banda (es decir, la aprobación y el estímulo de alguien) que les devuelve la autoestima y una razón para vivir.

El amor, la aceptación y el perdón son los grandes ingredientes de la resiliencia. No hay heridas que no puedan llegar a cicatrizar a través del amor. Este es también el sentido del texto de Pablo: “Nada podrá separarnos del amor de Dios…” (Rom. 8:28, 35-39)

Las guerras son traumatizantes, pero no necesariamente más que algunas agresiones y sucesos de cada día. Lo que traumatiza al niño no es tanto la desgracia en sí como la reacción de su entorno afectivo ante los acontecimientos. Es éste el que hace la situación más o menos traumática. La carencia afectiva es el factor más traumatizante que se conoce. Los niños viven y sienten sus problemas a través de la mediación de su entorno (padres, familia, etc.). Las familias que se arropan, ayudan y apoyan constituyen el mayor escudo protector ante un mundo hostil.

Por otra parte, los niños necesitan lazos y proyectos que los valoricen. En este caso, nada mejor que ocuparse de otros. Deben ser actores y sujetos de su vida, no objetos pasivos de la protección de su entorno. Dar y ayudar es su mejor terapia.

Para desarrollar la resiliencia, el niño necesita sostén afectivo y verbal de parte de un grupo de apoyo (familia, etc.). Y este apoyo comienza por la escucha. El relato de la agresión o del problema debe ser escuchado y aceptado con estima y comprensión. Si no, puede convertirse en factor de agravación, según la reacción del entorno, que puede hacer que una herida no se convierta en trauma. Los niños resilientes pueden estar gravemente heridos, pero son las circunstancias, nosotros mismos, quienes los convertimos en traumatizados.

Lo que hace que un suceso se convierta en recuerdo es la emoción provocada por ese suceso y el significado que el episodio ha adquirido en la historia personal de sus protagonistas. La manera de contar nuestros recuerdos cambia con el tiempo, pero no el tema, que sigue siendo el mismo en el fondo de nuestra memoria, expresado u oculto, constituyendo parte de la columna vertebral de nuestra identidad. De ahí que expresar a su manera sus recuerdos (incluidos los más dolorosos) sea necesario en toda terapia. El hecho de que se cuenten de manera cambiante es normal y forma parte de la terapia misma, pues muestra que el pasado no nos bloquea, sino que podemos dominarlo. Es esta “falsificación creadora” la que puede transformar el sufrimiento en obra de arte. La memoria de los resilientes es menos fija que la de los obsesos con patologías, que ha quedado prisionera de los hechos. La memoria de los resilientes es como la del novelista: creadora y selectiva.

El desarrollo de la resiliencia requiere que se recurra a la creatividad (no al consumo pasivo, aunque sea de atención y amor). La felicidad de crear es vital. “Yo puedo crear mi propio mundo, al margen del que me toca sufrir”.

Una educación demasiado normativa o austera obstaculiza la creatividad en nombre de la moral. Al reprimir la imaginación, reprime también la resiliencia. Esto ocurre en hogares donde leer poesía, dibujar, escuchar música o tocar la guitarra se consideran frivolidades o pérdidas de tiempo.

Conclusiones

La resiliencia se aprende y se enseña. Es un proceso que requiere al menos estos tres factores:

1. Encuentro con un tutor de resiliencia (familiar, maestro, amigo, pastor…), que cree en el futuro del niño y lo acepta tal cual es, para sacar de él lo que puede llegar a ser.

2. Acción sobre uno mismo. La resiliencia no es una evasión o una vacuna contra el sufrimiento, es un camino a recorrer, activamente, por el niño que toma las riendas de su propio destino.

3. Ayuda. Haciendo algo creativo para otros es cómo se sale de la cárcel de la autocompasión. Curiosamente, es más útil la ayuda dada que la recibida. Ser útil es una de las mejores terapias porque refuerza naturalmente la autoestima.

En el mundo en que vivimos, las injusticias y agresiones contra los inocentes van a aumentar y a multiplicarse. A nosotros nos toca preparar a nuestros hijos para hacer frente a la vida con resiliencia, sabiendo que con Dios “todo lo puedo” (Filipenses 4: 13), hasta lo que me parece insuperable. A todos nosotros nos corresponde convencer a nuestros “patitos feos” de que son cisnes.

BIBLIOGRAFÍA:

Boris CYRULNIK: Les vilains petits canards, Paris, Odile Jacob, 2001.
Parent S., Saucier J. F., 1999, “La Theorie de l´attachement”, in Habimana, E.; Etheir, L. S.; Retot, D.;Tousignant, M. : Psychopathologie de l´enfant et de l´adolescent, Montréal, Gaétan Morin, 1999.
T. GUENARD: Plus fort que la haine, Presses de la Renaissance, 1999.

Roberto Badenas, director del Departamento de Educación y Ministerio de la Familia de la División Euroafricana

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