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adolescentes
José Antonio M. Moreno, Profesor de Psicología y Pedagogía

El ojo adolescente trasluce, como imágenes en negativo, la calidad del universo personal que hay más allá de sus matices cromáticos. Nos acercamos a su mundo después de haber atravesado nosotros mismos un paisaje similar. Y, como ocurre frecuentemente, nos hemos olvidado de aquella edad por la que también nosotros transitamos.

Denostados por algunos y alabados y envidiados por otros, los adolescentes viven dentro de una burbuja social que es cada vez más grande. Los males de nuestro mundo se achacan, en gran medida, a los jóvenes, porque su comportamiento es apático o excesivamente acelerado, pero siempre provocador. Nunca dejan a nadie impasible. Algunos, en cambio, depositan en ellos la esperanza de un futuro mejor y ensalzan su preparación y coraje para incorporar los cambios que se precisan.

Sumisos y obedientes, o rebeldes y exigentes, todos circulan en una vorágine de presiones e intereses. Desde los motivos ocultos de la política o de la religión, pasando por las dictaduras de las modas y de la publicidad de los medios, hasta las inevitables exigencias familiares, se enmarañan en una intrincada red de emociones y deseos difícil de desenredar. Sufren, en fin, una dialéctica compleja entre la convivencia madura a la que se dirigen y el ansia de satisfacciones egoístas y excluyentes.

Nos aflige que no sepan conciliar las libertades que asumen con los límites que nos parecen razonables, los derechos que se adquieren y las obligaciones que éstos acarrean. Pero, por otro lado, los adultos tampoco sabemos aún, a estas alturas de la historia, mantener ese difícil equilibrio. Deseamos conquistar, cada vez más, mayores espacios de libertad pero perdemos de vista las limitaciones que conllevan. Y el legítimo deseo de disfrutar de estos beneficios nos arroja, en múltiples ocasiones, a callejones sin salida, porque toda moneda tiene dos caras, con cada derecho y libertad adquirimos una responsabilidad.

A lo largo de las últimas décadas, hemos ido consolidando una cultura social de compraventa en la que clientes y usuarios resultamos beneficiados con múltiples coberturas, seguros de cambio y de reposición en el caso de que algo no sea de nuestra total satisfacción. Estas mejoras sociales, incuestionables por otro lado, disponen igualmente a nuestros adolescentes para exigir los derechos y las libertades que les corresponden sin haber aprendido, de igual manera, los correspondientes contrapuntos, como son los deberes, los esfuerzos, las limitaciones. Hemos estimulado de tal forma la idea de que los derechos nos pertenecen y hay que exigirlos y que las libertades no se cuestionan, que damos por sentado que los padres, los comercios, las instituciones y el estado deben “obligatoriamente” otorgarnos lo debido sin ningún tipo de contrapartidas.

Así, encontramos múltiples ejemplos en los que se hace patente una especie de esquizofrenia social. Hasta anteayer todos conocíamos muy bien qué se esperaba de nosotros como alumnos del colegio o instituto: las tareas escolares, las horas de entrar y de salir, la obediencia y el respeto hacia profesores y adultos, etc. Todos éramos conscientes de nuestros deberes. ¿Alguien recuerda cuáles eran sus derechos? Hoy, en cambio, cualquiera que mire dentro de un aula puede ver escenas de reproches al profesor, actividades que se cuestionan, exigencias que el adolescente reclama sobre el respeto hacia sus propios derechos, reconocidos por ley. Incluso amenaza con decírselo a su padre y plantarle cara al docente, pidiendo toda clase de explicaciones a primera hora del día siguiente.

Podemos tener la tentación de pensar que el joven atraviesa, simplemente, una fase más en su experiencia, que su madurez personal aparecerá al final, una vez cerrado este período vital. Pero me temo que todos -también los adultos- hemos caído en la trampa. Si guardas cola en la frutería, ¡que nadie pida ser atendido antes si llega más tarde, por muchas explicaciones que te dé o rogativas que te haga! Si estamos en nuestro derecho, ¡que nadie intente incorporarse a la calzada con su vehículo, si invade nuestro carril! ¡Que espere como hacemos todos! … De esta forma, vamos lanzando miradas asesinas al que se interpone en el ejercicio de nuestros derechos, somos capaces de tratar al prójimo con soberbia y desprecio, llegamos a proferir todo tipo de palabras soeces e irrespetuosas. A fuerza de insistir en todo lo que nos corresponde por derecho, extraviamos las buenas maneras y perdemos el respeto a nuestros semejantes.

En fin, que el mundo que hemos ido malcriando resulta idóneo si sólo atiende a los derechos que nos corresponden. Algunos incluso han mantenido que si no reclamamos la atención a lo que es nuestro, nuestra autoestima resulta perjudicada y no sé cuántos traumas psicológicos más. Y, además, no estimulamos suficientemente nuestro yo asertivo. ¡Faltaría más!

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