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J. Alejandro López, Licenciado en Teología y padre

Durante los años en que me dediqué a la juventud en los colegios de nuestra institución como preceptor y profesor de Biblia, pude constatar con total certeza, que una de las mayores preocupaciones que los padres manifestaban, era su interés en la salud espiritual de sus hijos.

De todos es sabido que, particularmente en la época de la adolescencia, se examinan y ponen a prueba con exigencia los valores transmitidos por los padres desde la infancia. Más tarde, en una sufrida lucha interna, adoptarán aquellos principios que más se ajusten a su particular visión del mundo que les rodea y acabarán aceptando y haciendo suyos aquellos valores que finalmente les parezcan más convincentes. Mientras tanto, este proceso que dura unos años, rara vez ocurre sin dolor por ambas partes (padres e hijos). Con valentía y adoptando la actitud más acorde a la situación particular de nuestros hijos, deberíamos considerarlo como un fenómeno absolutamente normal de esta etapa de la vida que nuestros hijos han de afrontar, para finalmente poder llegar a ser un día ese adulto libre, independiente y responsable que tanto deseamos.

El rechazo que nuestros jóvenes adventistas manifiestan por la religión con su especial actitud de rebeldía, más o menos abierta en según qué casos, es del todo comprensible si nos damos cuenta de que el adventismo sigue siendo una fe muy fundamental que invade de una manera notable el comportamiento cotidiano de sus miembros. Esta “intromisión” en la moral de cada día, así percibida por nuestros jóvenes, ofrece un sin fin de oportunidades para ocasionar conflictos más o menos graves en los que padres, maestros y responsables espirituales, lo quieran o no, tienen un gran protagonismo.

La normal preocupación, que antes mencionaba, y que compartimos padres y educadores en general en nuestro medio adventista, nace de saber que Dios nos otorga unos pocos y cortos años en esta vida para desarrollar caracteres en nuestros hijos que les preparen para vivir un día en el Reino de los cielos. Nuestro destino eterno depende de la preparación que se lleve a cabo aquí. Creemos además que esta preparación sólo puede hacerse por la gracia de Dios, obtenida por una relación personal con Él por medio de Jesucristo en la que finalmente se completará la restauración en el hombre de la imagen de su Hacedor. Por este motivo, si nuestros adolescentes entran en una relación salvadora con Jesús, nuestro trabajo por ellos habrá tenido éxito. Pero si, por el contrario, rechazan a Dios y se alejan de una verdadera experiencia religiosa, nuestro trabajo por ellos habrá sido un fracaso.

Las lágrimas más amargas de algunos padres han sido aquellas que se gestaron en una situación en la que se daba el alejamiento de un hijo de una fe genuina en Jesús y como consecuencia un abandono de nuestra iglesia.

¿Por qué, a veces, nuestros adolescentes adventistas rechazan la religión? La respuesta no es fácil ni sencilla y requeriría, además de gruesos volúmenes escritos, una tinta especial para poder relatar el dolor que emerge de la problemática que ocasiona el ver salir por la puerta de atrás de la iglesia a los hijos que con tanto cariño educamos. Sin embargo, y aunque sea de manera esquemática, creo que merecen la pena unas pocas líneas para reflexionar sobre ello.

La experiencia que hemos acumulado los responsables en la orientación espiritual de nuestros jóvenes, ya ofrece al día de hoy una especie de listado de causas que podrían ayudarnos a identificar y solucionar la rebeldía de nuestros adolescentes ante la religión.

Sin la menor intención de agotar el tema, a continuación expongo los puntos en común que distintos educadores han encontrado como causas fundamentales en las que basar el rechazo adolescente ante la religión.

En primer lugar, cabe destacar con confirmadas excepciones, que hay una estrecha relación entre rechazo a la religión y discordia familiar; entre la calidad de la interacción entre padres e hijos y la tendencia posterior del adolescente a rebelarse. Los hijos que provienen de hogares caracterizados por una falta de armonía, una inestabilidad en el cariño y el respeto mutuo; conflictos violentos entre los padres, una falta de confianza y en general una inestabilidad en el sistema familiar son hijos que, a menudo, el día de mañana repetirán en sus familias propias el patrón que han encontrado durante la infancia y la adolescencia en su propio hogar. El compromiso religioso entre los adolescentes está directamente relacionado con el nivel de armonía y felicidad encontrado en sus hogares. La calidad de las relaciones que los jóvenes tienen con sus padres y sus educadores constituye una clave fundamental en la rebelión y el rechazo hacia la religión. Si nuestros jóvenes no se sienten aceptados por dichas figuras adultas y además no se sienten libres de poder discutir con ellos asuntos personales, porque saben que lo único que encontrarán es la indiferencia, el escandalizarse o la crítica más mordaz, es seguro que la simiente del rechazo a la religión empezará a dar sus brotes en breve. El pastor Roger L. Dudley conocido estudioso del tema juvenil en nuestra iglesia en su obra Why teenagers reject religion dirá al respecto: “Si queremos que nuestros jóvenes sean positivos hacia nuestra religión, debemos construir una relación sólida y significativa con ellos. Dicha relación se construye en base a un respeto y estimación mutuos. Debemos comunicarle al adolescente que lo respetamos como un ser aparte y valioso, que creemos que sus ideas son importantes, y que nos importa lo que le pueda pasar”.

En segundo lugar, mencionaré lo que se podría llamar el “suave control paterno”. El uso de la fuerte personalidad y el poder persuasivo de los padres que quieren controlar absolutamente todo en la vida de sus hijos, reforzando sus posiciones con argumentos religiosos de todo tipo, sin ejercer no obstante sobre ellos un método rudo aparentemente, deja a éstos a merced de la omnipresente y todopoderosa voluntad paterna. El necesario “transfer” de la experiencia personal en la fe no llega a producirse nunca. Estos jóvenes no llegan a una convicción personal de fe porque toda convicción existente pertenece a sus propios padres. Estos jóvenes sumisos no osarán cuestionar la autoridad de los padres porque entre otras cosas no han sido enseñados a cuestionar nada. Siguen escrupulosamente las normas dictadas por los padres sin que éstos descubran que esa conformidad mostrada por los hijos no garantiza en absoluto que sentimientos de hostilidad crezcan en sus corazones de manera silenciosa. El querer tener “todo controlado y bien atado”, incluso con la mejor de las intenciones por parte de los padres y educadores, puede producir resultados desastrosos. La hostilidad nacida en el joven corazón no tardará en manifestarse una vez se libere de los lazos paternos. Se podrá manifestar unas veces de forma abierta abandonando el hogar, la iglesia o el colegio, o bien de forma solapada viviendo vidas adultas amoldadas a la moralidad existente en el entorno sin convicciones personales y viviendo una fe de forma sumisa sin aparentes problemas, pero con unos residuos de hostilidad y resentimiento al no haber podido construir una vida con criterios propios.

En tercer lugar, mencionaré el caso de la autoridad paternal rígida y autocrática ejercida con modos rudos y fanáticos que producirá casi los mismos efectos que el mencionado “suave control paterno” con algunas pequeñas diferencias. Es evidente que meter la religión con embudo y a la fuerza en nuestros jóvenes en un tiempo en el que están intentando ganar independencia y establecer su propia identidad puede conseguir el efecto contrario al deseado. El rencor hacia los padres y responsables religiosos que usan este método de orientar y guiar a nuestra juventud se llevará por delante con toda seguridad la religión que aquellos se empeñaban en meter a la fuerza en sus corazones. Aún convencidos de ciertos principios bíblicos, estos jóvenes rechazarán esos valores porque son apreciados y representados por ese tipo de padres y dirigentes religiosos que le son antagónicos. Esto es verdaderamente triste. Creo que no nos damos suficientemente cuenta de la gran responsabilidad que llevamos en nuestras espaldas con esas actitudes que ejercemos con nuestros jóvenes y de las que un día seguramente tendremos que dar cuenta por los resultados que produjeron. En este caso, el rechazo hacia la religión por parte del adolescente no es en realidad un rechazo de los valores religiosos, sino una forma de reaccionar contra la autoridad rígida y dura de los padres y los educadores. Cuanto más rígida y autocrática sea la forma en que se aplica la autoridad religiosa, especialmente cuando se combina con la dureza y la impaciencia, más probable es que los jóvenes rechacen la religión. Son padres y educadores que consiguen el resultado opuesto al deseado. Si tan solo animásemos a nuestros adolescentes en sus interrogantes naturales y les apoyásemos en su lucha por su independencia e identidad propias, veríamos cómo esos mismos jóvenes “rebeldes” adoptarían como propia la religión de sus padres y de sus orientadores espirituales, eligiendo para sí libremente esa religión que es ahora SU religión. Si un hijo es ayudado inteligentemente y de forma equilibrada por sus padres en su proceso de emancipación, habrá poco contra lo que rebelarse. Si se produce lo contrario, la rebelión y el rechazo juvenil serán la única manera de obtener la independencia y a veces el precio es demasiado alto. Todos deseamos que nuestros hijos amen a Dios, a la iglesia y a las cosas espirituales, pero parecemos olvidar que el amor no se consigue con la represión y la ruda autoridad por muy firmes que tengamos nuestros argumentos anclados en la Biblia. En este sentido, no es válida la frase de luchar y vencer porque sencillamente no se puede ni forzar ni comprar el amor. Nuestra iglesia siempre ha defendido la libertad religiosa y ha rechazado los métodos proselitistas y “religionistas” del pasado que solían utilizar la fuerza para hacer que otros aceptasen sus creencias. Pero a veces parece que este mismo espíritu de tolerancia se acaba cuando se trata con nuestros jóvenes y, en el empeño de evangelizarles, padres y dirigentes religiosos tomen las armas de la autocracia y la rigidez perseguidoras de antaño. ¿No será que nos sentimos incómodos cuando los jóvenes inteligentes de hoy cuestionan nuestros valores y nuestra seguridad de adulto se tambalea? La gente rígida y autoritaria que tiende, con la mejor de sus intenciones, a monopolizar la verdad a su imagen y criterio, tanto en la religión igual que en cualquier otra área de la vida, difícilmente puede soportar que nadie y menos un adolescente inteligente de hoy cuestione sus valores.

En cuarto lugar, otra razón importante del rechazo de la religión por parte de los adolescentes está directamente relacionada con el hueco existente entre lo que profesan y practican los adultos. Aquí se hace verdad aquello de que “…lo que haces habla más alto que lo que dices”. Nuestros jóvenes se dan perfecta cuenta de que los ideales (la mayor parte de los cuales hacen referencia a principios externos) fijados por los adultos de manera tan inflexible, esgrimiendo la bandera de dejar en alto el estándar y obligando a los adolescentes a conformarse a ellos, esos mismos adultos a veces no dan la talla con respecto a ellos. O peor aún, aquellos que los jóvenes sí consideran como valores religiosos vitales e importantes son dejados en segundo plano por los mismos adultos por comodidad y conveniencia propias. Cualquier sermón que no esté acompañado por un comportamiento acorde será una verdadera pérdida de tiempo con nuestra juventud. Si estamos inculcando en nuestros jóvenes el uso de un lenguaje digno y luego somos nosotros los que en una reunión informal nos divertimos contamos chistes de moral ligera… o si acostamos a nuestros hijos por la noche lo antes posible para luego tranquilamente poder ver en la TV los programas que a ellos no les dejamos ver porque son nocivos para la formación de su carácter… creo que basta con estos ejemplos; la lista sería muy larga. Los niños por principio hacen lo que nosotros hacemos, no lo que decimos. El carácter de nuestros hijos tiende a ser un reflejo bastante exacto de la manera en que actuamos hacia ellos. La hipocresía de los adultos en áreas como el sexo, drogas, justicia, etc… es detectada por los jóvenes y es otra de las causas del rechazo de la religión. Aquí hay algo importante que debemos anotar. Los jóvenes no esperan la perfección de sus mayores. La juventud desea sinceridad, coherencia y franqueza por parte de sus padres y educadores y no se escandaliza ni se vuelve hacia atrás por causa de equivocaciones y fracasos, mientras los adultos estemos dispuestos a admitirlos. Creo que no hay nada malo en admitir que nos hemos equivocado o que necesitamos revisar nuestros rígidos puntos de vista. Al contrario, creo que esta manera sincera de presentar nuestras vidas ante nuestros hijos con la posibilidad de error por nuestra parte y deseos de mejorar nos hace más iguales a ellos y tan necesitados de la gracia de Dios como cualquier ser humano.

Por último, mencionaré el hecho evidente de la excesiva reglamentación que existe en nuestro medio adventista con el fin de medir y dictaminar todo tipo de comportamiento para etiquetarlo de lícito o ilícito. En nuestros colegios pueden faltar medios económicos, estructuras, personal, etc… pero de lo que estoy seguro, es de que no nos faltan reglamentos, normas y leyes para reglamentar todo comportamiento. Esto es causa de irritaciones en el 99% de los casos con nuestros jóvenes. Dependerá de nuevo de nosotros, de la manera como presentemos el evangelio a nuestros jóvenes, que éstos vean la religión como un sistema de reglas o que la entiendan como una oportunidad excepcional de poder mantener una relación personal con Dios. Deberíamos abogar por las normas, con tal de que éstas se inspiren en auténticos principios bíblicos y a la vez sean pocas, justas, comprensibles y realistas. Soy perfectamente consciente de que lo que acabo de decir requiere mucho tiempo y amplia dedicación incluyendo la colaboración de jóvenes que se impliquen en dichas tareas. ¿Acaso no merece la pena el esfuerzo cuando a veces se gasta esa misma energía en criticar a nuestra juventud? No estoy en contra de las reglamentaciones, yo mismo participé en más de un boletín de normas escolares, pero no estoy muy satisfecho con la manera en la que se administran dichos reglamentos. El mal uso de las normas ha sido a menudo causa de amargura en nuestros jóvenes. Si deseamos que nuestros hijos hagan lo correcto porque estén convencidos de ello y no porque alguien con autoridad se lo diga, deberíamos crear reglamentos que fueran una fuerza positiva para el desarrollo del carácter en vez de incitar con ellos a que se alejen y rechacen los valores tan apreciados por los responsables de su educación. De esta manera nuestros jóvenes se darán cuenta de que nos importan más ellos que las normas. Lo que nuestra juventud está haciendo ahora es preocupante y tiene su importancia, pero es todavía más importante el preguntarnos qué harán dentro de cinco, diez o veinte años. Si aparentemente tenemos éxito al forzar a nuestros jóvenes a aceptar nuestras normas con el riesgo de que más tarde rechacen nuestros valores, entonces habremos fallado miserablemente en el trabajo del desarrollo de su carácter.

Como reflexión final quisiera apuntar que, incluso a veces con la mejor de las intenciones y con nuestra más sabia predisposición para educar adecuadamente a nuestros hijos debemos admitir, muy a nuestro pesar, que finalmente se trata de una decisión libre y personal. Dios nunca forzó ni forzará a ninguna de sus criaturas a servirlo. Aunque Dios nos ama con un cariño que no alcanzaremos a entender y desea nuestra salvación al punto de haber dado a su Hijo para que muriese por nosotros, el ser humano debe hacer su elección privada aunque ésta lo lleve a su propia destrucción. El gobierno de Dios está basado en el amor y no tiene ningún elemento de fuerza. Este es un detalle vital para que padres y autoridades religiosas lo tengan en mente. El Dr. Julián Melgosa, en su libro Nuevo estilo de vida para adolescentes y padres, dirá una verdad que deberíamos atesorar en lo que respecta a nuestra comprensión de la etapa de nuestros hijos adolescentes: “…los padres deberían comprender que la fe y la espiritualidad son experiencias de toda una vida. No podemos juzgar el nivel espiritual de alguien aquí y ahora. Las creencias y los valores se analizan y se reajustan constantemente. La visión que el adolescente tiene hoy de la religión y la moral no será la misma dentro de unos años. Y aun cuando al adulto no le parezca la postura correcta, puede ser que esté equivocado. Buen número de hijos se rebelan, y en cuanto pueden dejan de asistir a la iglesia e incluso rechazan la fe de sus mayores. Pasado el tiempo, sin embargo, muchos de ellos vuelven a la iglesia y llegan a ser adultos con una fe firme y segura…”

A modo de conclusión dejaré las palabras que el propio pastor Roger L. Dudley en su obra ya citada escribió como testimonio de su experiencia personal cuando él mismo era un adolescente: “Yo era estudiante en una academia de pensión completa y había desarrollado una actitud extremadamente negativa. Mi influencia en la escuela servía para minar y desanimar. Cuando mis padres vinieron a visitarme un fin de semana, el director habló con ellos francamente. Les dijo que aunque él no podía señalar ninguna acción incorrecta que fuese grave que yo hubiese cometido, mi actitud, en general, estaba poniendo mi asistencia permanente en la escuela en peligro.

Esa noche mi padre se quedó en mi habitación. Mi compañero estaba ausente ese fin de semana. Así que tuvimos intimidad para mantener una buena conversación. Tras apagar las luces y meternos en la cama, papá empezó a hablarme lentamente. Me habló de su más honda preocupación, el camino que yo estaba tomando.

Después de unos minutos de este intercambio, hubo un hondo silencio. Entonces me percaté de unos movimientos y sonidos como encubiertos. Alargué mi mano y toqué la cara de mi padre. Estaba mojada por las lágrimas. Su cuerpo temblaba a causa de los sollozos. Papá estaba llorando por mí.

Ahora bien, mi padre no era el tipo de hombre que uno podía ver llorar con facilidad. Era un hombre fuerte que se ganaba el pan trabajando con sus manos… Pero ahora estaba sollozando porque estaba preocupado por mí.

Esto me partió el corazón. Puse mis brazos a su alrededor. ‘Papá, no llores. Tienes razón. He estado obrando mal. Quiero cambiar’. Nos abrazamos en medio de la oscuridad (¡qué importaba que yo tuviera 17 años!). Oramos juntos. Ese fue uno de los momentos decisivos de mi vida. Papá no me había regañado. No me había castigado. Me demostró que me amaba. No podía defraudar su amor”.

Debiéramos buscar siempre una comprensión en el amor antes de criticar a nuestros jóvenes. El plan de Dios consiste en llegar primero al corazón y precisamente Jesús vino al mundo para demostrar que el amor es el instrumento para ganar corazones. Amar a nuestros adolescentes no por lo que son sino a pesar de sus defectos y valorándolos verdaderamente, es una actitud poco común. Sin embargo. no hay nada más efectivo que el cariño para derribar barreras y hacer desaparecer la hostilidad. El amor es lo único que puede funcionar para resolver el problema del rechazo de nuestros adolescentes a la religión. Puede incluso que haya casos en los que el amor no funcione, pero en esos casos puede que ya no haya nada más que pueda funcionar.

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