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Los seres humanos no somos máquinas. Los sistemas mecánicos no toman iniciativas, ni sugieren soluciones no previstas. Las personas podemos inventar, enfocar los problemas con imaginación, generar ideas nuevas… crear. Algunos fanáticos del condicionamiento nos han entendido así. Han supuesto que, una vez determinados y clarificados los objetivos educativos deseables, éstos se pueden programar y adquirir con precisión mediante la presentación adecuada de estímulos y el ejercicio de las actividades oportunas. Claro que actualmente nadie en su sano juicio se atreve a justificar una educación basada únicamente en la reproducción de normas y en la obediencia estrecha a exigencias que no se comprenden.

En numerosas ocasiones repetimos un principio educativo irreprochable: formar personas para que no sean meros receptores ni transmisores del pensamiento de otros. Pero como padres (también como educadores) reproducimos el viejo esquema y pretendemos educar a nuestros hijos únicamente en la obediencia. Tan solo vemos la necesidad de que se ajusten exactamente a las pautas que les damos. Tergiversamos así nuestra propia naturaleza al negarles la capacidad creadora con la que nuestro Dios los hizo.

En nuestro intento por educar, marcamos tanto la ruta y detallamos sus límites de tal manera que apenas dejamos margen para la iniciativa individual. Ponemos más restricciones a los problemas de las que realmente existen. Nos cuesta cambiar de perspectiva y nos oponemos a la naturaleza creativa de los niños. Queremos hijos y alumnos obedientes y en ese intento evitamos cualquier atisbo de iniciativa o detalle de creatividad.

Tendemos a favorecer las inteligencias convergentes, es decir, aquellas que se adecuan con facilidad a la memorización, la imitación y la repetición. Se descuida el pensamiento divergente, el que se atreve a explorar ideas nuevas, a plantear enfoques distintos. El hijo o alumno creativo resulta, a menudo, incómodo porque nos obliga a modificar nuestros esquemas previos. Pero se trata de ser consecuentes con nuestros propios principios. Si afirmamos nuestro deseo de tener hijos y alumnos pensadores y no tan solo reproductores del pensamiento de otros, hemos de ejercer lo que explicitamos. Las normas (que, naturalmente, intentamos que obedezcan y asuman) pueden transformarse en un obstáculo para su desarrollo madurativo si no admitimos ni la más ligera variación, puesto que al mismo tiempo que exigimos obediencia estaremos transmitiendo una intransigencia que rechazamos.

Ningún avance en la ciencia y en el conocimiento habría tenido lugar si nadie se hubiera atrevido a ver los problemas que otros ignoraron, a mirar las cosas desde una perspectiva diferente e inventar soluciones nuevas, originales y eficaces.

Si queremos educar a nuestros hijos en la creatividad, hemos de trabajar desde edades tempranas, fomentar su libertad para expresar ideas, invitarlos a que enfoquen los problemas de modo diferente, ayudarlos a que se esfuercen en crear vías alternativas. Podemos animarlos en sus ocurrencias y enseñarles a seleccionar las posibilidades más eficaces y justas.

Por cierto, este ejercicio amplía la panorámica general en la solución de los problemas reales y resulta muy saludable también para los adultos.

José Antonio M. Moreno, profesor de Psicología y Pedagogía

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