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“No engañarás ni angustiarás al extranjero…” Éxodo 22:20

“Todos somos un producto de la emigración”, dice Rafael Hidalgo, pastor jubilado (“Emigración y cristianismo”, Revista Adventista, nº 377, mayo 2006). En España lo sabemos bien: por nuestras venas corre sangre íbera, celta, fenicia, griega, romana, visigoda, árabe y judía, por citar sólo algunas etnias de las que han ido poblando nuestra península. Nuestros defectos y nuestras virtudes han ido formándose, a través del tiempo, con gentes de procedencia muy diversa. Para lo bueno y para lo malo, a ellos les debemos lo que somos.

Muchos, sin embargo, han sido los que han sufrido la angustia de sentirse diferentes entre hermanos, discriminados por otros que no fueron conscientes de que les unían vínculos mucho más fuertes que algún que otro detalle diferenciador. Martin Luther King tenía el sueño de ver algún día a sus cuatro hijos vivir en una nación “…en la que no serán juzgados por el color de su piel sino por su carácter…” y en la que “…los niños y las niñas negros podrán darse la mano con los niños y las niñas blancos en calidad de hermanas y hermanos.” Cuando J. F. Kennedy visitó Berlín el 26 de junio de 1963 dijo: “yo también soy berlinés.” El entonces presidente de Estados Unidos se identificaba plenamente con aquellos que habían sido separados de sus familias y sufrían las atrocidades provocadas por un muro que se levantaba con intención de proteger libertades o custodiar una forma de vida.

Desde Caín, los seres humanos hemos tratado con envidia y desprecio al diferente. Pero todos, sin excepción, venimos al mundo como extraños, foráneos en una Tierra que nos han dado como lugar de residencia. Quiero creer que es tan sólo un tránsito hacia otra donde no hay exclusiones. Así me lo asegura la Escritura y así me parece que hemos de vivir ahora, anticipando unas normas de convivencia que nos preservan del exterminio.

Pero, de momento, recelamos de nuestro vecino si no habla nuestra lengua, miramos de reojo a quien tiene un tono de piel diferente al nuestro, sonreímos con un cierto desprecio a espaldas de aquellos que tienen conceptos o costumbres que difieren de los que, a nuestro juicio, son razonables. Así vamos colocando, uno tras otro, ladrillos en el muro que Jesús ya derribó. Tampoco vemos con malos ojos si algunos de nuestros hermanos “diferentes” deciden formar grupos aparte y “se ponen por su cuenta” en congregaciones que salvaguarden su identidad. Por supuesto, nada que objetar al sentimiento de pertenencia étnica o cultural, pues puede ser muy importante. Al inmigrante, le proporciona seguridad ante situaciones que percibe como amenazantes, de aislamiento o de minoría. La verdad es que a todos nos falta mucho de “cultura bíblica” y es probable que tengamos tarea pendiente. Pero no. No se trata de un discurso inculpatorio, aunque creo que no podemos sentirnos orgullosos de algo así.

¿Por qué he de ocultarlo? No me gustan las congregaciones autosegregadas por razón de lengua o raza (algún día se podría proponer también iglesias separadas para hombres y mujeres). Creo en una sociedad cristiana, de convivencia, de intercambio. Seguramente no será idéntica, en todos sus detalles, a la que yo querría, pero no por ello me resulta indeseable. Será mejor precisamente por no ser como yo pienso. En el siglo XXI, la única vía para la solidaridad social será el mestizaje étnico y cultural o, simplemente, no será. Creo que una comunidad cristiana en la que sepamos convivir por entero gentes de procedencia múltiple, pero que comparten un mensaje, se halla mucho más cerca del Evangelio que aquella que se instala en la división cultural o lingüística. Jesús acabó con las tradiciones y los prejuicios con los que insistimos en diferenciarnos y dio paso a una cultura en la que todos tenemos cabida, ya que “todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3: 27 y 28). ¿Seremos capaces de vivir así?

José Antonio M. Moreno, profesor de Psicología y Pedagogía

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