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Resulta obligada, desde nuestra humilde ágora, una breve reflexión sobre el tópico preocupante de la violencia en las aulas y las ideas con las que recientemente nos han afligido desde los medios de comunicación. La violencia en los centros escolares de nuestro país se ha presentado, desde hace relativamente poco, como un problema grave, más aún, como una situación límite y caótica, de funestas consecuencias. Este tratamiento mediático, que parte sin duda de sucesos reales, ha actuado como caja de resonancia y ha producido una alarma social exagerada, pero ha beneficiado únicamente a los índices de audiencia. Claro está, para un medio de comunicación la noticia no está en el éxito de un estudiante que aprueba un examen, el esfuerzo personal de esa chica por mejorar sus habilidades sociales e integrarse en el grupo, el juego tan estimulante que los alumnos acaban de inventar en el patio, el ambiente distendido y amistoso de una reunión de profesores o el programa de acogida dirigido al alumnado extranjero, sino en los sucesos anecdóticos y espectaculares, en cualquier acontecimiento de connotaciones morbosas.

De la misma forma que a nadie le extraña que una película sea más taquillera si incluye entre sus escenas algunas de contenido violento o erótico, la repercusión social que tienen las imágenes agresivas de un alumno hacia su profesor es, igualmente, de enormes proporciones. Con ello, podemos confirmar el efecto amplificador que ejercen las imágenes sobre la noticia misma, generando una opinión tergiversada, quizá no prevista desde su origen. El más que evidente cautivador influjo de la televisión se ve, entonces, potenciado por las posibilidades del teléfono móvil permitiendo que el suceso, así presentado, circule por todo el país en menos de un día. Se hace necesaria una consideración al respecto, pues corremos el riesgo de perjudicarnos todos.

Oímos en cualquier foro que nuestro sistema educativo hace aguas por donde lo mires, que la autoridad del maestro es inexistente y que las familias están desorientadas. Sin negar las evidencias, podemos afirmar que episodios violentos en las escuelas existen y han existido siempre. Ahora bien, si hacemos un estudio comparativo entre las diversas organizaciones sociales, concluiremos que los centros educativos españoles son probablemente las instituciones menos violentas de todas las que influyen sobre la vida cotidiana de nuestros hijos. Se lo debemos principalmente a la gran mayoría de padres y madres responsables que educan bien a sus hijos y, por qué no decirlo, a los miles de profesionales de la enseñanza que en su trabajo se esfuerzan por la transmisión de valores, normas y actitudes, yendo mucho más allá de la enseñanza de contenidos curriculares.

Los episodios violentos que se producen en algunas familias, en las calles, en los medios de comunicación o en Internet, son de dimensiones mucho mayores. Sin intención de disimular la gravedad de los casos, que se dan, hemos de apuntar que las escuelas resultan, en términos generales, milagrosamente pacíficas. No olvidemos que en nuestro país la escolarización es completa desde que los niños cumplen tres años hasta los dieciséis y la sociedad española es crecientemente compleja desde el punto de vista étnico, lingüístico, cultural y religioso. Si a esto añadimos que algunos centros escolares, donde por cierto se dan la mayor parte de estos reprobables episodios, integran a más de un millar de alumnos, habremos de convenir en que la existencia de casos aislados de violencia física (la única que tiene repercusión mediática), no debería llevarnos a condenar a nuestros colegios o a los mismos chicos y chicas que ahí conviven.

Hemos de decir, por otra parte, que violencia es, igualmente, el maltrato verbal y las actitudes de exclusión social entre compañeros. Se trata de conductas condenables en cualquier grupo o institución. Pero lo que, muchas veces, nos resulta llamativo del problema es que este comportamiento se da en niños o adolescentes, sin reparar en los adultos. ¡Fíjate tú! Que los acuerdos o contratos de buenas maneras entre adultos se rompan, parece irrelevante. El hecho de que una larga lista de culebrones televisivos (también de realización nacional) vistos por chicos y grandes, tenga como hilo argumental la infidelidad, el engaño, el robo y el asesinato tiene amparo en la libertad de prensa. Que las palabras soeces, el insulto, y la falta de respeto se den cita en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, se les presenta a muchos como el juego inherente y natural de las modernas democracias. Que los compromisos políticos o los pactos sociales no se cumplan se nos antoja de poca monta. Mientras tanto, nos alarmamos de que nuestros niños y adolescentes sean malhablados, prefieran a los de su barrio o su pueblo, insulten a los foráneos o agredan a los que suponen les molestan.

En fin, por un lado, cacareamos a los cuatro vientos las virtudes de las sociedades civilizadas. Nos enorgullecemos del desarrollo político sin precedentes que, al menos en Occidente, hemos conseguido. Pero, algunos echamos en falta la cuarta pata de este asunto: no vemos indicios de un compromiso personal generalizado para cambiar el estado de barbarie en el que estamos intentando sobrevivir. Al mismo tiempo que exigimos a las nuevas generaciones la excelencia ética, nos pasamos por el forro algunos de los valores que pretendemos inculcar. No es asunto de poca importancia. Es otro indicador de la esquizofrenia de nuestra sociedad.

José Antonio M. Moreno, profesor de Psicología y Pedagogía

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