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cuentos

Raquel Aguasca Oliveras, profesora de Lengua castellana y Literatura

Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar. (…)
Margarita, te voy a contar
un cuento.
Éste era un rey que tenía (…)
(Rubén Darío)

Nunca ha dejado de sorprenderme la fascinación que sobre cualquiera ejercen estas palabras: “Te voy a contar un cuento…” La mirada se ilumina, se acelera el pulso y todo el cuerpo se dispone a escuchar. Cada uno de nuestros gestos trasluce la expectación que nos domina.

A lo largo de la historia, los cuentos han cautivado a todo tipo de personas. Constituyen una muestra de ello dos anécdotas de épocas y lugares muy diferentes. En el siglo XI, una dama japonesa elevaba la siguiente plegaria a Buda: “Te ruego que dispongas las cosas para que podamos ir pronto a la capital, donde hay tantos cuentos y, por favor, permíteme leerlos todos”. Varios siglos más tarde, en la Inglaterra del XIX, Robert Louis Stevenson, el autor de La isla del tesoro, confesaba no haber aprendido a leer hasta los siete años, no por pereza ni falta de capacidad, sino por el deseo de prolongar el placer de escuchar cómo cobraban vida las historias que le contaba su niñera.

El poder de seducción de los cuentos se ha manifestado ininterrumpidamente a través del tiempo, en todas las épocas y en todas las culturas.

La historia de la literatura está llena de ellos, desde los apólogos de la literatura india, las fábulas grecolatinas (Esopo y Fedro) y los romances medievales, hasta llegar al siglo XIV en que, en la literatura en castellano, El conde Lucanor del infante Don Juan Manuel recoge toda la tradición cuentística anterior.

A mediados del siglo XIV, el cuento se ha hecho ya un lugar entre el público burgués. Es curioso cómo dos de las grandes recopilaciones de la época, los Cuentos de Canterbury de Chaucer y el Decamerón de Boccaccio, parten de idéntico supuesto: un grupo de personas, que peregrinan juntas en el primer caso, o bien obligadas a permanecer encerradas por unos días a causa de la peste en el segundo, deciden pasar el tiempo narrando historias. El papel del relato como entretenimiento está fuera de toda duda.

Con la Ilustración se pretenderá dotar al cuento de un valor educativo y ejemplarizante (como si no lo tuviera ya) y surgirán las escuetas (pero también superficiales) moralejas de las fábulas de La Fontaine, Samaniego o Iriarte.

Desde el siglo XIX, el cuento ha estado presente en todas las literaturas: los románticos Edgar Allan Poe, Pushkin o los hermanos Grimm; los grandes autores del realismo como Tolstoi, Dickens, Clarín y tantos otros; y excelentes narradores del XX, Borges, Cortázar, los españoles Ignacio Aldecoa y Ana María Matute, Delibes… Y muchos más que resulta imposible mencionar.

En la actualidad, el cuento está más vigente que nunca. Reducido en el pasado al más estricto ámbito de la infancia, como mucho al de la preservación del folklore popular (nos referiremos aquí al valor educativo tanto del cuento popular como del literario indistintamente), ha ido ocupando recientemente otros espacios.

Todo tipo de cuentos abarrotan los estantes de comercios y librerías: reediciones de los clásicos Grimm, Perrault, Andersen (los aniversarios son muy rentables comercialmente), cuentos para bebés, con texturas y sonidos, cuentos para aprender a leer, cuentos para vencer los miedos, cuentos para educar los sentimientos, los valores, la disciplina… Las experiencias en que intervienen los cuentos abarcan desde los espectáculos de cuentacuentos, sin más finalidad que la mera distracción y que hacen las delicias de niños y adultos; a los cuentos terapeúticos, como los del prolífico psiquiatra argentino Jorge Bucay, cuyos libros hemos leído casi todos; pasando por interesantes experiencias educativas con alumnos que presentan alteraciones de la conducta, violencia escolar…

¿Por qué nos atraen tanto los cuentos? Y debemos incluir en ese pronombre “nos” también a los adultos. Sólo hay que preguntar a alguien, un sábado a la salida del culto, sobre el tema del sermón.. Tal vez no lo recuerde, pero es muy probable que pueda relatarnos la historia que, supuestamente, sólo se dirige a los niños y que muchos mayores escuchamos con atención (y placer, ¿por qué no?).

Los cuentos, las historias, se recuerdan fácilmente y en ese hecho radica parte de su valor pedagógico, en su capacidad de pervivencia. Los profesores de historia o de literatura lo comprobamos de forma constante cuando, en un examen, los alumnos reproducen con todo lujo de detalles aquella anécdota con la que pretendíamos ilustrar un acontecimiento histórico o literario que, evidentemente, no recuerdan.

El relato es universal. Se adapta a cualquier público, independientemente de su edad, formación, intereses, e incluso preparación académica. Un buen relato llega igual a un niño que a un anciano, a un universitario que a un analfabeto, a un pastor de ovejas que a un economista.

Por otra parte, los cuentos favorecen la reflexión, el análisis, la comprensión de la naturaleza humana, muchas veces de un modo más profundo y sutil de lo que pueda hacerlo una exposición académica, un consejo formal o la lectura de un libro sobre educación. Al escuchar las palabras “Érase una vez”, nos hallamos frente a una invitación a experimentar la vida de otra manera; una manera que no es real ni común, pero está tan arraigada en la nuestra propia que sólo en ella nos reconocemos con cierto desapasionamiento. Esa vida, “artificial y prestada” según Benito Pérez Galdós, se nos ofrece como una experiencia alternativa, como una posibilidad para comprender el mundo que nos rodea más allá de los planteamientos teóricos.

En nuestro camino hacia la madurez, hemos de ir aprendiendo a ser capaces de hacer frente a los conflictos cotidianos, expresando adecuadamente nuestros sentimientos, sopesando las decisiones a tomar y las posibilidades de resolución y, en definitiva, asumiento actitudes positivas ante la vida. A lo largo de todo este proceso, del que tanto hablan los manuales de inteligencia emocional, los cuentos pueden aportar a nuestros hijos herramientas muy útiles.

Esta capacidad de distanciamiento, de objetivación de nuestros sentimientos y pensamientos, que nos ofrece el relato, ha determinado su función como instrumento educativo a lo largo de toda la historia. Por esa razón, por ejemplo, los manuales para la educación de príncipes del siglo XV emplean como recurso fundamental el cuento, heredero de los exempla medievales (ilustraciones extraídas de la Biblia, experiencias personales, fábulas de animales…). El joven príncipe recibe los consejos de su maestro engarzados en un relato, supuesto o cuestión hipotética que se le propone. La distancia con que le es planteado permite una resolución más acertada. En los cuentos populares, todos recordamos alguna escena en que el rey o poderoso, sentado a la mesa de un banquete, pide consejo al culpable (que cree no haber sido todavía descubierto) sobre el castigo que deberá aplicarse al protagonista (y supuesto culpable), para acabar poco después siendo víctima de su propia propuesta. El Antiguo Testamento recoge una variante de este motivo en la historia de la reina Esther, cuando Amán aconseja al rey Asuero el trato preferente que acabará recibiendo Mardoqueo. Además, conviene recordar que éste es un recurso que emplea también Jesús en sus parábolas.

Los cuentos crean un ambiente mágico y distante en el que el niño se sumerge con facilidad. Se identifica con los protagonistas, sufre y ríe con ellos, y experimenta, a través de los cuentos, emociones y conflictos que podrá trasladar después a la vida real. Le resulta más fácil hablar abiertamente de los problemas de un personaje de cuento que de los suyos propios (hecho que, por otra parte, nos sucede también a los adultos). Al conversar sobre el protagonista del cuento, sus temores, las decisiones que ha tomado, las consecuencias que comportan…, el niño está aprendiendo a identificar y expresar sus sentimientos, a dotar de significado a los acontecimientos de su vida cotidiana y de su entorno; está aprendiendo valores. Y ese aprendizaje es tanto más sólido cuanto se trata de valores que no se presentan en forma de instrucción o buenos consejos, sino que se debaten con el niño. Además, y eso debe importarnos también mucho, se trata de los valores que como padres y educadores deseamos transmitir a nuestros niños y podemos operar sobre ellos una selección y control, cosa que no sucederá con aquellos que les transmitan la publicidad, los compañeros y otros agentes que, querámoslo o no, también los están educando.

Para ayudar a nuestros hijos a desarrollar actitudes y cualidades positivas por medio de los cuentos, es muy importante dedicar unos minutos a conversar sobre éstos. Según la edad del niño, podremos valorar con él las reacciones del protagonista en determinada situación, comentar qué habríamos hecho nosotros y darle opción a que exprese cómo se hubiera sentido de estar en el lugar del personaje. Si tenemos tiempo para buscar, o mucho mejor, imaginación suficiente, podemos plantear a nuestros niños mayores, preadolescentes incluso, relatos ajustados a sus propios conflictos. Estaremos desarrollando con ellos una relación en la que se van a sentir más libres de hablar de sus problemas “como si” fueran de un personaje; e incluso podremos proponerles en alguna ocasión que sean ellos quienes nos cuenten un relato inventado, en el que, si somos hábiles investigadores, proyectarán muy probablemente preocupaciones que no es fácil tratar de forma más abierta. Este tiempo compartido de conversación posibilita que la relación familiar se haga más sólida, más auténtica. A nivel afectivo, beneficia del mismo modo a los niños que a los adultos.

En último lugar, los cuentos enseñan a través de imágenes verbalizadas. La magia de la palabra recrea escenarios, paisajes, personajes. Un hábil uso de la entonación, los cambios de volumen, los matices de las voces provocan la suspensión, el miedo o la admiración del auditorio. De eso saben mucho los cuentacuentos profesionales. Lo importante aquí es que cada oyente crea su propia imagen a partir de la palabra. En una sociedad en que la imagen lo es todo, la capacidad creadora y recreadora de la palabra constituye una poderosa herramienta que podemos proporcionar a nuestros hijos. La televisión, el cine, la publicidad, incluso el móvil (sms con imagen), fomentan y sostienen una cultura de lo visual en la que me lo dan todo hecho; sólo tengo que sentarme a mirar. Contar cuentos a los niños no sólo los entretiene o los educa, promueve su creatividad y les proporciona un poderoso instrumento, la palabra.

Así pues, las razones por las que vale la pena mantener el tradicional hábito de contar cuentos a nuestros hijos son múltiples y variadas. Por una parte, les ofrecemos un tiempo “de calidad” que consolidará nuestra relación y que constituye una magnífica preparación para las etapas más difíciles de su desarrollo. Estimulamos, además, su imaginación y creatividad (también en la resolución de conflictos). Su capacidad de comprensión y expresión verbal se verán abundantemente beneficiadas (incluso en el ámbito académico). Finalmente, podremos incidir en los valores educativos que queremos destacar o que más necesitan (tenemos, pues, que esforzarnos por conocer mejor a nuestros hijos), frente a los que, sin pedirnos permiso, les ofrece continuamente el entorno. De hecho, estaremos diseñándonos un programa de educación “a la carta”, todo un lujo en los tiempos que corren. Y, simplemente, aprenderemos a disfrutar de su compañía y ellos de la nuestra.

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