Skip to main content

compatir

José Antonio M. Moreno, profesor de Psicología y Pedagogía

“[…] de gracia recibisteis, dad de gracia” (Mateo 10:8)

El mercantilismo de nuestro mundo globalizado ha embotado nuestras conciencias y nos ha instalado en un narcisismo insolidario. Acomodados en la codicia egoísta propia de este sistema de valores, resulta imposible compadecernos de nuestro prójimo. La nuestra es una civilización que hace inviable el respeto hacia nuestro prójimo y un reparto justo de la riqueza de la tierra. Sumidos en este individualismo no acertamos a ver los valores que nos hacen hermanos. Todo se compra y se vende. Todo artilugio, transacción comercial o idea se convierte en mercancía que ha de pagarse y cobrarse. Ponemos precio a nuestros favores, cobramos por nuestro tiempo, arrendamos nuestros talentos; a veces, sobornamos los afectos de nuestro prójimo, manipulamos sus sentimientos para lograr deseos encubiertos porque no somos capaces de dar gratis. Tan sólo somos capaces de prestar, alquilar, invertir con expectativas de gozar de un usufructo.

Hay quien dice que no apreciaríamos el valor de nada si no hubiera un precio que pagar por ello. Pero hubo un tiempo en el que las cosas tenían valor por el hecho de poder compartirlas. Es cierto que cualquier producto o mercancía tiene un valor económico, vinculado a la ley de la oferta y la demanda, pero posee otro tipo de valor que llamamos “natural” o “permanente”. Se trata de la importancia que tiene por el hecho de ser objeto independientemente de otras mercancías. Resulta valioso por la satisfacción que produce, por el hecho de poder darlo, de disfrutarlo en común y no por su precio estipulado. Es en este sentido que cobra importancia la noción de compartir, pues lo que somos capaces de dar sin esperar recibir contrapartida alguna nos convierte en auténticamente humanos. Somos hermanos en la medida en que nos damos a los otros. Si ponemos valor económico a todo cuanto hacemos, si somos incapaces de pensar en nuestro tiempo o trabajo sin traducirlo en renta monetaria, somos tan codiciosos como los que nos conducen a las crisis globales.

Muy a menudo, con una ligereza que resulta sorprendente, ponemos tasas y cuotas miserables a nuestros favores, tareas o trabajos que se suponen altruistas. Van por delante nuestros derechos de copyright e impedimos que ningún prójimo se deleite con el fruto de nuestro trabajo. También es cierto que hay gastos imprescindibles que hacer, herramientas que utilizar y recursos que consumir mientras nos ocupamos en dichas funciones. Sin embargo, el samaritano de la parábola podría haber pasado la bolsa para recaudar fondos y pagar al posadero los gastos que originó aquella causa, pero estuvo dispuesto a hacerlo él mismo, a gastar de su bolsillo. Cuando no necesitamos cobrar por un servicio hecho con cariño, si nuestras finanzas no se resienten por pequeñas cantidades invertidas, si gracias a Dios vivimos de un sueldo estable, ¿por qué tenemos que poner precio a lo que hacemos?

En este mundo, que tanto despreciamos por insolidario, superficial y egoísta, encontramos personas que han entendido perfectamente el lugar que ocupan en él. Comparten su saber y su tiempo. Dan gratis lo que es resultado de su esfuerzo y no esperan nada a cambio. Algunos sabios ya lo han señalado: “El amor sólo comienza a desarrollarse cuando amamos a quienes no necesitamos para nuestros fines personales”. (Erich Fromm, El arte de amar, Ed. Paidos, p. 62)

Teresa de Calcuta, aquella maravillosa religiosa católica que comprendió tan bien el sentido del evangelio vivido a diario, contaba un relato edificante para ilustrar el valor auténtico de compartir.

En una ocasión, por la tarde, un hombre vino a nuestra casa, para contarnos el caso de una familia hindú de ocho hijos. No habían comido desde hacía ya varios días. Nos pedía que hiciéramos algo por ellos. De modo que tomé algo de mi arroz y me fui a verlos. Vi cómo brillaban los ojos de los niños a causa del hambre. La madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos partes y salió. Cuando regresó le pregunté qué había hecho con una de las dos raciones de arroz. Me respondió: “Ellos también tienen hambre”. Sabía que los vecinos de la puerta de al lado, musulmanes, tenían hambre. Quedé más sorprendida de su preocupación por los demás que por la acción en sí misma. En general, cuando sufrimos y cuando nos encontramos en una grave necesidad no pensamos en los demás. Por el contrario, esta mujer maravillosa, débil pues no había comido desde hacía varios días, había tenido el valor de amar y de dar a los demás, tenía el valor de compartir.

Frecuentemente me preguntan cuándo terminará el hambre en el mundo. Yo respondo: “Cuando aprendamos a compartir”. Cuanto más tenemos, menos damos. Cuanto menos tenemos más podemos dar. (Teresa de Calcuta)

Si así lo deseamos, siempre podremos obtener algún beneficio económico del resultado de nuestro trabajo, pero ¿por qué no ofrecer y compartir los dones que el mismo Señor nos da si no necesitamos vivir de ello? Si nuestro Dios ya nos ha bendecido con un trabajo que nos mantiene y nos resulta suficiente, ¿por qué habremos de codiciar unos intereses mezquinos?

Enseñar a nuestros hijos el valor de dar y compartir supone implicarnos en esa misma tarea y, no pocas veces, abandonar cátedras y arrogantes derechos de autor que nos ciegan e insensibilizan. ¿No estaremos viviendo anestesiados por este mundo de mercancías? ¿No nos estaremos convirtiendo en esclavos de un rédito fácil como pago a todo cuanto hacemos? “[…] de gracia recibisteis, dad de gracia” (Mateo 10: 8), “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20: 34), “[…] Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te vuelvan a convidar, y seas recompensado. Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos”. (Lucas 14: 12-14)

Deja un comentario

Close Menu

About Salient

The Castle
Unit 345
2500 Castle Dr
Manhattan, NY

T: +216 (0)40 3629 4753
E: [email protected]

Familias Adventistas - Iglesia Adventista del Séptimo día en España