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padre-hijo
José Antonio M. Moreno, profesor de Psicología y Pedagogía

Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios… (Gen. 1: 27, 28)

La película que interpreta Jim Carrey en la que se parodia una supuesta dejación de las tareas divinas en manos de un hombre que se queja de su mala fortuna, ilustra, entre otras cosas, la única imposibilidad de Dios en los asuntos humanos: forzar el ejercicio del libre albedrío de los individuos.

En la infinitud de posibilidades, Dios se decidió por crear a un hombre (varón/mujer) dotado de voluntad libre y con la facultad de tomar decisiones autónomas e independientes. El Todopoderoso se autolimita al dejar que su creación se desarrolle en el sentido que, libremente, disponga. Si este es el concepto que tenemos de nuestro Creador, cualquier intento de justificar todas las contingencias humanas aludiendo al control divino de los asuntos humanos, nos ha de parecer un contrasentido, pues no sería congruente que Dios nos creara con libertad y, al mismo tiempo, dispusiera de un plan o proyecto personal para cada uno de nosotros. El respeto hacia las facultades humanas que el mismo Creador nos ha otorgado es imperativo para Él mismo.

El desarrollo humano (su educación, su madurez, etc.) es el resultado de un cúmulo inmenso de factores, algunos de los cuales son fortuitos o aleatorios, pero otros dependen en gran medida de decisiones personales. El ejercicio de la voluntad no fue establecido por Dios de forma prediseñada o unidireccional, pues el don de la libertad humana sería, más que una facultad, una ilusión. En su sabiduría, Dios hizo posible que los proyectos individuales permitieran infinitas fórmulas. Los pasos no están prefijados y Dios no ha decidido por nosotros, de manera pormenorizada, cuáles son las decisiones buenas y cuáles las malas.

Ser padres (padre y madre) se convierte, igualmente, en la fórmula idónea para que podamos aprender, por experiencia propia, el modo que Dios emplea para relacionarse con nosotros. Implica la necesidad de autolimitarse al admitir las características individuales de tus hijos, el respeto a su propio ritmo de desarrollo y al libre ejercicio de su voluntad y deseos, la aceptación de sus esperanzas e ilusiones; significa llorar con simpatía al comprobar sus errores y frustraciones, supone reír con sus alegrías inocentes, conlleva animarlos en sus esfuerzos por actividades que les cuestan horas aunque tú mismo creas que las harías en dos minutos… Se trata, al fin y al cabo, de un aprendizaje por descubrimiento (el de tu hijo y el tuyo propio), el único auténtico en la formación del carácter.

Si pudiéramos, los padres forzaríamos todas las circunstancias de la vida de nuestros hijos para que crecieran libres de adversidades, frustraciones o errores. Intentaríamos convertirlos en personas maduras y felices, pero sin necesidad de enfrentarse a dificultades. Sin embargo, la experiencia del fracaso y el sufrimiento resulta inevitable, incluso conveniente. En nuestra economía de pecado, en nuestro mundo enajenado, el mal se ha convertido en una oportunidad, además de ser un error y una mancha.

Entendida así, la tarea de educar es dura, difícil. Tenemos hijos dóciles o tercos, autónomos o independientes, perfeccionistas o despreocupados, etc. Todas estas características se configuran ya desde antes de nacer. Tarde o temprano te das cuenta de que puedes hacer poco para modificar a la fuerza su singularidad. Resulta mucho más sencillo el método directivo o autoritario, pero este es un estilo educativo indeseable. Porque si creemos en la perfectibilidad del ser humano no deberíamos recurrir gratuita y fácilmente al dirigismo, la coacción o la fuerza para imponer nuestros conceptos sobre lo bueno o lo malo. No podemos forzar a nuestros hijos a pe

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