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Dice el diccionario de María Moliner que la vergüenza es un “sentimiento penoso de pérdida de dignidad, por alguna falta cometida por uno mismo o por persona con quien uno está ligado, o por una humillación o un insulto sufridos.” Según la Real Academia Española, es la “turbación del ánimo […] ocasionada por alguna falta cometida, o por una acción deshonrosa y humillante, propia o ajena.”

Me avergüenzo, de vivir en un país, y en un continente, por el que pronto ya no se podrá circular “sin papeles”, donde el que proceda de otro lugar tendrá que comprometerse a respetar nuestra Constitución (cosa evidente; también lo hacemos los que vivimos en él) y nuestras “costumbres” (ya nos veo a todos yendo al trabajo con montera y mantilla española). No se me olvida que nuestra Europa ha sido construida, tanto material como culturalmente, gracias a los flujos migratorios, desde la aportación por parte de los musulmanes de Al-Andalus de buena parte de la cultura oriental, el Camino de Santiago en la Edad Media y las grandes catedrales románicas obra de artesanos de toda Europa, hasta las becas Erasmus que permiten hoy a nuestros jóvenes formarse en otras lenguas y otras culturas, pasando por todos los movimientos de sur a norte de los años sesenta y setenta en que participamos activamente todos los países mediterráneos. Ahora que los medios de comunicación y las nuevas tecnologías han hecho de nuestro planeta la “aldea global”, ¿vamos a ir pidiendo papeles a todo el mundo para moverse de un lado a otro? Tal vez, quienes se sienten autorizados a pedirle a otro los papeles hace tiempo que los han perdido, a juzgar por su intolerancia y falta de solidaridad.

De que mi país, y todos los del primer mundo, se pongan ahora a exigir que otros se incorporen tecnológicamente a nuestras manías, y pasen a emplear las energías renovables que nosotros, que hemos tenido más tiempo, dinero y posibilidades, no hemos sido capaces de incorporar en su momento. Y sólo ahora, que ya nos hemos cargado el planeta, andamos buscando quien se responsabilice de cuidarlo.

De levantarme por las mañanas y tener agua, corriente y caliente, para mi uso personal y las necesidades domésticas; de poder desayunar (y comer, y cenar, a veces incluso demasiado) todos los días y de marcharme al trabajo en mi coche escuchando por la radio que otros (siempre lejanos, aunque vivan en el extrarradio de mi ciudad) lloran, sufren, padecen necesidad y mueren mientras yo miro hacia otro lado.

De ser hombre, cuando escucho en los informativos la noticia de una nueva víctima de la violencia machista, de ese afán de mis homólogos por ejercer tan erróneamente el papel de cabeza (sin corazón) de su familia; y espero con atención que me digan si vamos a ganar la liga, la copa, la uefa o la champions para tener mañana tema de conversación en la oficina.

De ser mujer aquí, cuando veo las condiciones deplorables en que viven otras mujeres que se enfrentan permanentemente con el hambre, el sida, la muerte y la soledad, sobreponiéndose día a día para sacar adelante a unos hijos a quienes no tienen nada que ofrecer. Mientras tanto, yo busco en las revistas de la peluquería la última dieta primaveral para perder esos kilos “de civilización” que me impiden ponerme el bikini, e intento decidirme entre un bolso con el logotipo (tan falso como mi solidaridad) de Vuitton, Tous, Prada o cualquier otra marca de prestigio.

De ser niño o niña, cuando a la triste imagen del pequeño de Etiopía que me presenta alguna ONG, se superponen noticias que me hablan de niños, supuestamente educados y económicamente acomodados, que someten a otros a toda clase de burlas, vejaciones, maltratos y abusos, algunos de los cuales acaban con la vida de sus iguales. Aunque yo, unos minutos después, y por mucho que me impresionen estas cosas, sigo jugando con mi psp, ds, mp3 ó 4, ipod, o cualquier otro aparatejo con botones y realidades virtuales, que por supuesto me gustan más que la de verdad.

De ser padre, o madre, porque miro a mi alrededor y me siento incapaz de educar a mis hijos en esa igualdad (de oportunidades, de consideración y aprecio, de leyes y normas) que defiendo más con mis palabras que con mis hechos.

De ser humano, porque descubro que las actuaciones de los hombres, mujeres y niños de este mundo me representan como persona, porque me siento responsable de cada una de ellas y no puedo dejar de experimentar ese sentimiento de pérdida de dignidad que menciona el diccionario.

Finalmente, me siento indigno de ser hijo de un Dios que nos hizo “a su imagen”, que nos trata a todos como un padre justo, sin distinguir en el trato a ninguno de sus pequeños y que nos ama tanto que conserva aún hoy nuestra naturaleza humana como muestra de su profundo e incondicional compromiso con nosotros.

Me avergüenzo de que Dios nos haya dado todo para ser felices y hacer felices a los demás y no hayamos sido capaces de emplear esos dones con responsabilidad. Y desde mi sentimiento de vergüenza, deshonor e indignidad, sólo me queda esperar que quien de verdad es capaz de restaurar definitivamente este desastre venga pronto… y no me pille mirando hacia otro lado y con los deberes por hacer.

Raquel Aguasca Oliveras, profesora de Lengua Castellana y Literatura

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